Sobre médicos de pobres, y parcialmente de ricos o poderosos, recuerdo -entre decenas- con especial cariño títulos tan adorables como “La melodía de la vida” de Gregory La Cava, “La ciudadela” de King Vidor, la especialísima “Sinuhé, el egipcio” de Michael Curtiz (“Casablanca”), “Barbarroja” de Akira Kurosawa o “Restauración” de Michael Hoffman, estos tres últimos pertenecientes a lo que es dado en denominar, no del todo apropiadamente, cine de época, y es que de época lo es todo, pero bueno, supongo que me entienden al referirme coloquialmente con dicho término. “El médico” viene a sumarse a ese nutrido y valioso listado.
Estrenada tras casi treinta años de su gestación literaria, esta adaptación alemana de la popular novela de Noah Gordon se acaba revelando como un trabajo francamente estimable, atractivo, ameno e inteligentemente divulgativo. Se diría como una traspolación moderna una de una de aquellas entrañables superproducciones hollywoodienses de toda la vida, antiguas en su más encomiable sentido.

Y ello para contarnos un asunto permanente, vigente, siempre actual. Me refiero a todo aquel alusivo a la ciencia, a la luz enfrentada a los fanatismos religiosos de cualquier tipo o condición. No resulta nada complicado hacer un ejercicio comparativo con la actual realidad o con la de cualquier etapa de la historia, siempre teniendo en cuenta las nuevas sofisticaciones que se van incorporando con el correr del tiempo.
De paso, hace justicia con ese adelantado y medieval Islam, que conseguiría mantener durante un respetable tiempo la convivencia entre religiones y pensamientos o preservar los conocimientos grecolatinos, esas inmensas fuentes de sabiduría generada por mentes lúcidas tan indispensables como Aristóteles o Hipócrates. Un Oriente abierto e ilustrado al que sus pespuntes más exaltados le han acabado llevando actualmente a la oscuridad y radicalismo, al igual que sucediera en la Europa sometida del momento. Un nuevo capítulo de esa historia siempre inconclusa de la razón enfrentada al fundamentalismo.
Ambientación y dirección artística rayan a enorme altura. Y ese look al estilo “Los pilares de la tierra”, la estupenda y subvalorada serie producida por Ridley Scott, le sienta muy bien. Además, este tipo de temáticas cuentan de partida con el beneplácito del espectador, incluso del actual sometido por unos efectos digitales que acaban resultando molestamente apabullantes. Advierto afortunadamente entre muchos espectadores que hay bastante interés -la literatura también así lo refleja- por aquellos tiempos un tanto pretéritos que bien podrían explicar mucho de lo vivido ahora y de nosotros mismos.
Aquí, el deambular de Rob Cole, de su paulatina zambullida para conseguir ser galeno, pues el recuerdo de la muerte por el mal de las costillas de su madre le acompañará y obsesionará durante su existencia, está perfectamente incrustado en ese contexto y en un relato capaz de condensar en dos horas y media el enorme caudal de personajes y contenidos que alberga el original. Algo así como la operación emprendida con “El nombre de la rosa”, pero sin su definitivo y magistral alcance. Pero lo obtenido merece mucho la pena.

Y al igual que la espléndida versión de Jean-Jacques Annaud basada en la novela de Umberto Eco, es la demostración de que la unión de diversos países europeos, no tiene por qué degenerar en galimatías, sino todo lo contrario, en algo de lo más sugestivo, alejado de cualquier atisbo de grandilocuencia o exceso, capaz de utilizar adecuadamente los medios materiales para ofrecer un espectáculo deslumbrante, que se sigue en todo momento con la máxima atención.
El germano Philipp Stölzl agita adecuadamente en su cámara-coctelera todo tipo de ingredientes, desde los puramente aventureros hasta los discretamente reflexivos, pasando por los sentimentales, los épicos, los históricos o los puramente dramáticos.
Buenos actores, como los jóvenes Tom Payne y Emma Rigby, o los más veteranos, como Ben Kingsley en el rol del mítico médico Ibn Sina u Oliver Martinez como un particular, amistoso y tirano, tal como le espeta el protagonista ante el requerimiento de aquel, dan enjundia interpretativa al asunto.
Es cine esteticista, narrativo y muy bien empaquetado. Igual este es el camino para competir contra el casi indestructible coloso norteamericano: buenos profesionales, buenas historias, buena labor de producción. Ojalá se acabe convirtiendo en un hábito. Y conste que si repasamos los anaqueles del cine de nuestro continente, son ingentes las grandes aportaciones, como esta, y montones más incluso superiores… a lo largo de cualquier período de su historia de ciento treinta años.