El subtítulo de esta reseña obedece a una respuesta en latín –“No puedo” sería su traducción española- que el Papa Pío IX, excelente, breve y desazonadoramente interpretado por Paolo Pierobon, proclama en un momento determinado en esta nueva entrega sobre abusos de poderes institucionales, eclesiásticos en este caso.
Aborda un caso real acaecido en la Bolonia de mediados del siglo XIX. Concretamente se inicia la noche del 23 de junio de 1858 y de ahí para adelante. Estamos en una época muy significativa de la historia italiana, en los albores del Risorgimiento (al respecto es inevitable que se me venga automáticamente a la memoria la inolvidable “El gatopardo”), a punto de que las fuerzas garibaldinas unifiquen Italia y, como consecuencia, lleguen a su fin los Estados Pontificios como tales.
Un marco ambiental idóneo para que el veterano -84 años- cineasta italiano Marco Bellocchio vuelva a mostrarse inflexible en su enésima denuncia de los de arriba, toda una constante en su dilatadísima filmografía que abarca poco más de sesenta años, todo un récord de trayectoria mantenida a lo largo de ese tiempo.
El firmante de títulos tan destacables como “Las manos en los bolsillos”, “En el nombre del padre”, “Marcha triunfal”, “La gaviota”, “Noticia de una violación en primera página” o la reciente y notable “El traidor” sigue certificando que no ha perdido un ápice de energía, vigor, brío, furia y fuelle.
Demuestra estar en plena forma desarrollando un relato de gran intensidad y sobriedad dramática, manteniendo en todo momento la tensión generada por tan tremenda situación de partida. Además, siempre ha sido un maestro en contextualizar histórica y políticamente sus propuestas, indistintamente de estar más o menos de acuerdo con sus puntos de vista, aunque no es fácil diferir de sus postulados o posicionamientos, y me atrevería a decir más, piense ideológicamente cada uno lo que piense.
Siempre harán falta profesionales de esta pasta, pues resultan de lo más higiénicos y necesarios, a condición como es el caso, de tener el talento suficiente para exponer su ira, su “discurso” o sus demoledoras críticas.
Aquí, tanto la narración del hecho que desencadena todo el intríngulis como la determinación con la que trata la -siempre fascinante, al menos en pantalla- liturgia del catolicismo y sus intrigas, se van tornando lacerantes.
Tan sólo le pondría dos peros ligeros. Uno de ellos el hecho de que los villanos se muestren demasiado de una pieza. Me refiero a la curia y sus aledaños.
El otro “cuestionamiento” es el hecho de que me hubiera gustado saber más acerca de la paulatina transformación del crío que supongo le supuso un trauma o tormento.
Pero bueno, son relativas “peccatas minutas” ante la demostración de poderío narrativo y cinematográfico que lleva a cabo su máximo responsable. Su brío, su fuerza acaban siendo incontenibles. Incluso la música se contagia de su virulencia. Y esto es algo de admirar dada su respetable edad.
Al igual que me está pasando últimamente con el cine de algunos de sus coetáneos, agradezco la sencillez -se entiende todo, menudo alivio- el aroma clásico que desprende, propio de los grandes maestros.
A modo de curiosidad, informarles -seguro que algunos ya estarán informados- que éste debería ser el nuevo proyecto del genial cineasta judío Steven Spielberg. De hecho, lleva ya tiempo anunciando fecha y título, 2025 y “El secuestro de Edgardo Mortara”, que es el nombre del joven protagonista que devendría en -dado su origen- peculiar sacerdote. No sé al final lo acabará llevando a cabo tras adelantársele esta elogiable, plausible producción, pero yo estaría encantado de disfrutar de su punto de vista y cámara, pues para más inri de alguna manera él es parte implicada dada su condición judaica.