Cada vez hay más seres humanos, por tanto, más profesionales del cine en este caso, que alcanzan la más que respetable longevidad de los 90 años en adelante, hasta la centena. Qué bien… si a ellos así se lo parece, claro, y si la salud responde. Hago este preámbulo por el asunto de fondo que aquí se trata y porque el firmante de esta francamente apreciable “El último suspiro”, el gran y combativo director greco-francés Costa-Gavras (“Desaparecido”, “Z”, “La caja de música”, “Estado de sitio”, “El sendero de la traición”, etc), acaba de alcanzar precisamente esa etapa de la vida. Y tal como queda patente, la ha encarado en espléndida forma creativa.
Haciendo, además, gala de un plus añadido de lo más meritorio. Me refiero al hecho de que, en vez de ponerse a contar melifluas autobiografías o batallitas personales, que podría resultar lo más facilón, lo hace afrontando una espinosa cuestión universal que tal vez le pueda afectar, pero que él la aborda con mucha honestidad y una mirada delicada, considerada, limpia, honesta, tolerante, veraz.
Me refiero a esos últimos compases de nuestra existencia, al derecho a una muerte digna, incluso a la eutanasia. Y le agradezco muy sinceramente que lo lleve a cabo de una manera alejada de cualquier atisbo panfletario o sectarista (ya lo hizo así de manera sublime Clint Eastwood en su imprescindible “Million Dollar Baby”) lo cual no quiere decir exenta de “política” (todo en la vida es política en mayúsculas y no me refiero precisamente a la de siglas, que también), humana, entendible hasta para el más mostrenco. No es que haya conseguido una obra maestra, pero es lo suficientemente reconstituyente como para agradecerle tan loable esfuerzo.
El subtítulo de la reseña indica lo que es su meollo argumental, la experiencia y las charlas de un médico especializado en tratar a pacientes a punto de dar ese definitivo aliento y un filósofo que podría estar a punto de ser uno de ellos. El estilo imprimido se encuentra alejado de cualquier efectismo melodramático, más bien todo lo contrario, es pausado, natural, mesurado, sin estridencias y sin sacudidas, como un buen relajante muscular.
Antes los ojos del espectador van desfilando diferentes pacientes episódicos que constituyen a su vez diversas actitudes ante esta estación terminal, o estación termini utilizando el enunciado de una estupenda película de otro grande como Vittorio De Sica, este declinar definitivamente de la existencia. Algunos se manifiestan escépticos, irónicos, otros asustados o vitalistas. También la diversidad aflora en este terreno tan fundamental como es la de despedirse de este mundo.
Al respecto de esto último no deja de ser ilustrativa, y colorida, la aparición de una rutilante y gitanaza Ángela Molina. Que últimamente se está especializando en personajes terminales (recuérdese su reciente y singular intervención en de la francamente curiosa y original “Polvo serán”). A propósito de ello, está muy bien esa insertada esa frase de “La muerte hay que vivirla”. No deja de ser una breve y acertadísima condensación del espíritu de esta sobria película.
Por cierto, hablando de frases, hay varias de ellas y algunos parlamentos que no tienen desperdicio alguno, como el de ese colega senegalés explicando cómo se trata todo esto con los ancianos de su aldea. Es una secuencia, un trocito, que sería para recortar y colocar en lugar preferencial.
Y es que al final, no dejan de ser lecciones de vida las que se proponen. Pero lecciones que no suenan en momento alguno a monserga, a dar la brasa o a didactismo de patio, pues didácticas lo son, pero el quid está en evitar el retintín o la soflama. No creo que haga falta insistir más en ello, las propias imágenes hablan por sí mismas. La verdad es que a mí lo expuesto me suena a auténtico, creíble, veraz, sin afectación de ningún tipo.
Y los actores, como suele ser normativo en el cine francés de cualquier época, están a la altura. Los dos protagonistas, Denys Podalydès y Karl Merad forman una dupla sensible, dramática, de la que no está exenta un fino sentido del humor.
Resulta pedagógica, educativa en el mejor sentido del término, pero, sobre todo es, vuelvo a repetirlo, muy humana, tan humana como que ante esa inminente presencia de la parca poco ya se puede jugar. Aunque la decisión y el estilo con el que es echado ese postrer pulso sí que cuenta, vaya si cuenta. Hasta para irse voluntariamente de cualquier sitio tiene que prevalecer la propia decisión y el cómo.