Es probable que sean bastantes los colegas que la desdeñen o la despachen sin más, y puede que también un buen puñado de cinéfilos que no le presten atención, la ignoren o la desconsideren. Incluso habrá espectadores sin más a los que tal vez les resulte excesivamente amable o edulcorada. No importa, “El viaje a París de la señora Harris” es de ese tipo de cine que me suele reconfortar, que me hace sentir bien, que agradezco que apueste por una discreta jovialidad de lo más reconstituyente especialmente en un tiempo tan descreído como el que vivimos, que apele al corazoncito sin complejos, que se muestre positivo, que me deja una sonrisa tras su finalización, aunque no estemos ante ningún hito.
Es una producción británica, lo cual suele ser garantía de unos mínimos, de un “savoir faire” (saber hacer), especialmente si de evocar épocas pasadas se refiere (esta nos lleva al Londres y París de la década de los 50 del pasado siglo). Tampoco esta vez defrauda en estos aspectos.
Cuenta la historia de una mujer de la limpieza cuya ilusión es comprarse un traje de Dior. Pero nada de imitaciones o sucedáneos, sino de los fetén, de los originales de la casa de la Ciudad de la Luz. Y hasta allí se va la buena señora tras haber acumulado un tanto rocambolescamente un buen puñado de libras, o unos francos al cambio.
Tan beatífico y adorable personaje está encarnada por Lesley Manville, una de las protagonistas de la maravillosa “El hilo invisible” (la hermana de Daniel Day Lewis, regidores de una sofisticada casa de modas), que a este paso se va a convertir en la reina de las intérpretes en lo tocante a asuntos de confección de ropa de primera línea o altos vuelos. No se olvide también su aparición en un registro completamente diferente, como matriarca expeditiva y cruel de la espléndida “Uno de nosotros” con Kevin Costner (si alguien todavía no la conoce, no sé a qué espera).
Está rodeada de otra serie de criaturas entrañables, incluyendo la aparentemente antipática Isabelle Huppert. De jóvenes modelos; tímidos, atractivos y cultos jefes de contabilidad; amistosas colegas de origen caribeño; simpáticos corredores de apuestas; afables y apuestos aristócratas. Todos ellos conforman un pequeño y elegante o cotidiano mundo que contribuyen a hacer todavía más cercana a esa particular Cenicienta que se desliza con sencillez y donaire por las estancias de Dior.
Agradezco sobremanera que en este tiempo de argumentos tantas veces sórdidos y crudamente realistas, desagradables, se resalten otros de buenos sentimientos y de gente esencialmente bondadosas como el aquí vertido. La vida ya sabemos que no es así en tantas ocasiones, que todos somos poliédricos, que estamos repletos de luces y sombras, pero esto es cine, y ya saben, soñar no cuesta dinero, o sólo el de la entrada a la sala. Esto me remite a otros tiempos, a cuando el cinismo más contumaz no campaba a sus anchas (y cuando lo hacía era con el inigualable estilo de Wilder o Lubitsch), cuando los buenos sentimientos no cotizaban a la baja y cuando no se perdía la brújula de un siempre reparador humanismo… incluso al abordar historias de lo más tremendas.
Y sin llegar, por supuesto, a la altura de tantísimas joyas, me provoca tras la proyección algo parecido a querer ser mejor persona, a creer en lo mejor de nuestra especie, a seguir creyendo que nunca está de más pelear por pequeños sueños que nos proporcionen felicidad y belleza. Y si todo ello está envuelto en unos preciosos y saturados colores, que le confieren un agradabilísimo tono nostálgico, pues mejor que mejor.
