La diferencia entre André Ovredal, firmante de estas “Historias de miedo para contar en la oscuridad” que tanto eco literario alcanzaran a comienzos de los 80 bajo la pluma de Alvin Schwartz (es importante el dato… y ténganse igualmente en cuenta los dibujos de Stephen Gammell que acompañaban el volumen inicial y sus dos secuelas), y Guillermo del Toro, productor y guionista/argumentista en esta ocasión, es la existente entre un aplicado y eficiente cineasta (“La autopsia de Jane Doe” y “Troll hunter”) y otro sencillamente genial.
Este fue un proyecto inicialmente emprendido por del Toro, el cual debido a otros compromisos inmediatos o preferentes acabaría pasando los trastos direccionales a Ovredal. Y aunque el noruego se muestra elegante y preciso en varios tramos del relato, carece de la chispa y la desbordante creatividad del mejicano.
La historia transcurre en la noche de Halloween de 1968, a cinco días de las elecciones presidenciales que ganaría Richard Nixon. El dato no es baladí y a continuación explico sintéticamente la razón. Lo que describe de fondo es un país racista y dividido –como ahora- por la guerra de Vietnam y por un pernicioso dogmatismo (“los dogmas me aterran” ha afirmado el responsable de la maravillosa y justamente oscarizada “La forma del agua”) que flota en el ambiente.
En este aspecto supone una ocasión desaprovechada para que ese carácter social latente en su vientre hubiera sido desarrollado con más fuerza, profundidad o contundencia. De todas formas, queda claro que las intenciones están ahí y no resultan desdeñables, tal como también deja patente el hecho de que el protagonista sea un “espalda mojada” que huye de una patriótica responsabilidad, y sobre todo después de la horrenda masacre real vivida días antes de su estreno en El Paso.
Lo que sí queda meridianamente diáfano es ese tópico más que contrastado de que los peores monstruos son los generados por el propio ser humano y algunas de sus más abyectas expresiones, como el racismo.
En cualquier caso, queda patente ese gratificante cine de terror que defendemos tantos por resultar cicatrizante, revelador o incluso metafórico. De ahí ese sugerente inicio en que se nos pone en situación con esa voz en off que señala el poder de herir o sanar de las historias.
Llegado a este punto conviene destacar varias referencias del género a las que alude, que van desde clásicos incontestables como “Al final de la escalera” por aquello de los espectros heridos y vengativos, el inevitable Stephen King con esa descripción de villorrios propias del autor de Maine, hasta otras más actuales como la felizmente referencial “Stranger things”, o auto referenciales, algo que viene determinado por esa galería de monstruos, entre faunos y viscosos (a cuya cabeza sitúese a Jangly Man) marca de la casa del alentador de este proyecto.
Lástima que todo ello y los propios segmentos expuestos carezcan a veces de una unidad, de una uniformidad y parezca que vayan por libre… por muy bien elaborados que se encuentren los efectos especiales, comenzando por ese repelente espantapájaros humano. Lo cual no es óbice para reconocer el tono bizarro de sus criaturas, aunque el verdadero miedo suscitado resultaría más cuestionable.
En cambio, me gusta mucho cómo está descrita la relación de la pareja protagonista, que no cae en gazmoñerías ni en un sentimentalismo fácil, de besitos y cuchipandas, sino en una bonita y sentida amistad. Está muy lograda. Muy bien por quien la perfilara así y por sus actores protagonistas, Zoe Margaret Colletti (Stella Nicholls) y Michael Garza (Ramón Morales).
Como sagazmente ha señalado el colega de Variety, Owen Gleiberman, es posible que sientan que “las historias se suman a su propia ZONA CREPUSCULAR privada, para ser consumidas con una linterna bajo las sábanas”.
También el ambiente, de vocación gótica, sobre todo en su parte final, aunque en algún momento Francis Bacon tendría algo que decir al respecto, está bastante conseguido, con algún que otro momento a lo “Cumbre Escarlata”, como esa casa encantada o maldita de la familia Bellows. Hay que ponerlo en considerable medida en el plausible haber del director de fotografía Roman Osin, con el que Ovredal había trabajado en la ya citada y francamente notable “La autopsia de Jane Doe”.
Permítanme que finalice con unas palabras del propio del Toro que tal vez podrían clarificar la esencia de lo contemplado en pantalla: “Tenemos que ser raros, ir a lo más profundo de nuestro interior. Sólo si somos honestos y auténticos con nuestras almas nos mereceremos ser quien realmente somos”.