A fecha de hoy, 28 de junio de 2024, cuando ve la luz digital esta reseña), “Hombre del Oeste” (por una vez la traducción del original es acertada… “Man of the west”) es uno de mis veinticinco westerns indispensables, aunque en realidad y teniendo en cuenta mi especial querencia, qué digo querencia verdadera veneración, por este género, creo que para ser justo el listado debería ampliarlo a 300 o 400… tan solo refiriéndome a favoritos, a magistrales. Y ya si tuviera que añadir los excelentes o muy buenos, rebasaría fácilmente los 1.000. Ya se pueden imaginar hasta qué punto lo venero.
Pero con este título en concreto coinciden una serie de factores que lo convierten en singular. No fue bien recibido en el momento de su estreno, en 1958, más bien todo lo contrario, tal como ha sucedido con innumerables obras maestras a lo largo del siglo y cuarto de existencia de este invento. Tal vez debido a que se anticipó unos años a ese tono crepuscular y virulento que acabaría resultando tendencia y carta de naturaleza a partir de la década de los 60. Al cual no denominaría “sucio” sino más bien de ocaso o crepuscular, aunque permanentemente y pese a una menor cantidad de producción, siempre se encuentre en continua renovación o relativa transformación.
Por otra parte, resultaba muy innovador el tratamiento aportado a unos personajes hasta ese momento inusualmente sombríos, de oscuro pasado. El “man of the West” en cuestión es un antiguo pistolero, a la chica no lo le ha quedado otra que renunciar a su profesión de maestra en aras a ser chica de “saloon” por utilizar un término que no por cierto resulta suave y así poder sobrevivir, el individuo que encarna Arthur O´Connell es un tunante y estafador de cuidado y Lee J. Cobb es un facineroso que se aferra a unos tiempos de esplendor que seguramente jamás vivió.
Todos ellos y los sustanciosos comparsas que les rodean presentan aridez, complejidad, escarpaduras, muchos matices o aristas como se dice hoy en día. Eso en un momento en que las delimitaciones de este tipo de historias solían ser más -sin duda en tantas ocasiones admirablemente- lineales, le convertían en algo ajeno a los gustos de la época, incluso un tanto rompedor. Y eso que cineastas como John Ford o el propio director de este trabajo, Anthony Mann –dos de los máximos especialistas de estos territorios- habían abierto fuego y nuevas fronteras con “Centauros del desierto” y “La puerta del diablo” respectivamente.
En concreto, ese Link Jones que se marca un envejecido y ya vencido por el cáncer –su adicción al tabaco le había pasado factura- Gary Cooper compone un tipo de una gran riqueza psicológica. Como el Clint Eastwood de “Sin perdón” busca la redención sincera y alejarse de un tiempo de su vida no precisamente ejemplar.
Bien podría ser definido o visto como alguien rociado de desmitificación y, sin embargo, heroico, o mejor aún, digno. Ella, una fantástica Julie London (además qué maravillosamente bien cantaba esta mujer fuera de los platós), está por la labor de labrarse una nueva vida, con la mala pata de que el hombre de sus sueños no puede corresponderla. La tensión, el juego establecido entre ambos, resulta apasionante. Y ya metiéndose por medio Lee J. Cobb dan lugar entre los tres a una escena de altísimo voltaje dramático, de un erotismo cruel, tal como así cabe calificar el “strip tease” forzado, obligado, de ella a requerimiento de este último.
Y luego van a encontrarse con acción, tiroteos, claro. Ahí está ese desenlace en una especie de poblado fantasma como el de “Desafío en la ciudad muerta” (de otro maestro, John Sturges, el de “Los siete magníficos”), aunque lo más palmario o evidente sea su tensión psicológica.
Pero en el tramo final bien podría ser definido como un western mineral, de gran fisicidad, como lo fue la admirable serie que Budd Boetticher –otro referente más de esta geografía- realizaría con su actor fetiche Randolph Scott por la misma época.
Hablando de colosos interpretativos como el anteriormente citado y volviendo a Cooper, señalar que tenía 57 años cuando encaró este rodaje. Acababa de intervenir en la maravillosa “Ariane” de Billy Wilder con esa sublime actriz y mujer –siempre dando por hecho de que la perfección no existe, pero es de las que más se ha aproximado a ella- que fue siempre Audrey Hepburn. Fallecería tan solo tres años después, justo tras intervenir en “Sombras de sospecha”. Consumido físicamente, al año siguiente protagonizaría otra perla de idénticos enmarques, “El árbol del ahorcado” (de otro maestro, Delmer Daves, y van…).
También considero conveniente tener en cuenta que el excepcional director de esta película, Anthony Mann de nuevo (fallecería prematuramente a la misma edad que Cooper, con tan solo 60 años… la de maravillas que habrían podido seguir destilando ambos), venía de engarzar una nutrida serie de obras maestras, también ambientadas en el Far West, encabezadas por James West. Si no las conocen no sé a qué esperan para descubrirlas. Me refiero a “Tierras lejanas”, “El hombre de Laramie”, “Winchester 73”, “Horizontes lejanos”, “Colorado Jim” y “Bahía negra”, que transcurre en el tiempo actual de su rodaje, en escenarios de pozos petrolíferos, pero que su estructura es la típica del cine del Oeste. Lo es incluso “El Cid”, uno de sus trabajos -memorable- para el mítico Samuel Bronston rodado en suelo español, el país de origen de una de sus esposas, la última, Sara Montiel.
Igualmente me parece oportuno destacar que rueda esta perla que aquí me ocupa entre una fascinante rara avis en su inmaculada y fabulosa filmografía, “La pequeña tierra de Dios” y su canto del cisne dentro de los escenarios transitados en “Hombre del Oeste”, la épica y plausiblemente melodramática “Cimarrón” en la que suponía la segunda versión ya en color y cinemascope de un clásico de 1930, que ya ha quedado para el anecdotario como el primer western en ser reconocido con un Oscar a la mejor producción. Después -algo incomprensible- vendrían tan solo otros dos galardonados, “Bailando con lobos” y la siempre referencial “Sin perdón”. Y se acabó, ya no ha habido más.
Por cierto, retomando lo que es o propone este trabajo en sí mismo, contiene una secuencia magníficamente resuelta alusiva a una especie de eutanasia. Es un fuera de campo del fuste del que solían ofrecernos estos genios. Recuérdese el final testamentario, de despedida, de “Duelo en la alta sierra”, con Randolph Scott agonizando fuera de plano. Y es que su batuta pese a estar dominada por la mayor y mejor de las vitalidades, destila amargura, brutalidad, siendo en todo momento ajena a cualquier tipo de complacencia, pero con la gratificación de comprobar cada vez que se revisa de poder delectarse con esa manera tan homérica de contar las cosas, o de mostrar las relaciones humanas, que acaban convirtiéndola en verdaderamente apasionante.
Casi he comenzado esta reseña de muy parecida manera a como la voy a finalizar. Están ante un magistral, potente, poderoso, intenso exponente, no apreciado en su momento y que a estas alturas se ha acabado revelando como uno de los títulos referenciales de un tipo de emotivas y vibrantes historias de las que hoy en día desgraciadamente apenas se estilan… para mí desgracia y la de tantos. Siempre nos quedarán las plataformas, incluso para nostálgicos el dvd, el blu-ray o por supuesto la televisión para continuar rememorándolas y disfrutándolas prácticamente como la primera vez.