“El espíritu de la colmena”, “Secretos del corazón”, “El Sur”, “Silencio roto”, todas ellas son obras maestras para mí irrefutables de nuestro cine (dos llevan la firma de Víctor Erice, las otras dos de Montxo Armendáriz, menudos ambos) que tratan sobre la frustración, el dolor interior, lo no dicho ni manifestado por motivos diversos, la soledad, la devastación en la España de la posguerra. Las cuatro, a las que sumo ahora “La buena letra” (hay unas cuantas más, alguna de Pedro Olea) son desgarradores susurros poéticos, profundamente tristes en la acepción más artística del término.
Con “Secretos del corazón” ésta de la que aquí me ocupo comparte un precioso bolero del gran Antonio Machín, y no precisamente el mítico de los “Angelitos negros”. Es otro igual de mítico titulado “Amar y vivir”. Su inicio supone una declaración de principios vital y una verdad tan morrocotuda como la propia existencia. Me refiero a ese inapelable “se vive solamente una vez”.
Pero cuidado, esta no es una “típica” película propia del subgénero, tratante en guerra civilismos o supervivencias del tipo que fueren. Ni mucho menos. El colega Carlos F. Heredero la ha resumido muy bien, es “un retrato intimista”. Por tanto, aunque su anclaje ambiental no deja de resultar importante y esclarecedor (es una época en que se recurría a la luz de las velas con cierta profusión, en la década de los 70 llegué a vivir esas situaciones en pleno corazón del Ribeiro), podría transcurrir en cualquier otro período de la historia, en siglo III o el XIX, pues lo que cuentan son fundamentalmente unos sentimientos que siempre serán universales. Y esa acaba constituyendo una de sus grandezas.

Para más inri, parte de una espléndida novela de un no menos espléndido escritor, el valenciano Rafael Chirbes (“Crematorio”, “En la orilla”), prematuramente desaparecido. Como siempre suelo hacer, así figura desde tiempo inmemorial en mi libro de estilo, no voy a entrar en la fútil, en la estéril cuestión de si es una adaptación acertada o no, lo cual no es óbice para hacer la necesaria mención de dar cuenta de la magnífica sustancia literaria de la que parte.
Eso sí, lo que hace su directora Celia Rico Clavellino con tan potente material en el que ha supuesto su tercer largometraje (tras las francamente apreciables “Viaje al cuarto de una madre” y “Los pequeños amores”) es digno de toda loa. Le da pie a llevar a cabo brillantes elipsis y también, casi resultaba inevitable, a manejar unos silencios de lo más elocuentes. Con tan poquitos trabajos a su espalda se ha hecho ya un sitio destacable en un panorama cada vez más -con toda razón y fundamento- frecuentado e incluso dominado por mujeres. Desde luego están resplandeciendo en los últimos tiempos… y no son precisamente pocas.
Me queda claro es que esta cineasta sevillana se maneja muy bien dentro de universos cerrados, emocionales, trazados con una precisa descripción de los complejos recovecos interiores (menuda somos la especie). Aquí lo vuelve a demostrar, o diría más, da un considerable paso adelante, convirtiéndose desde ya mismo en su logro más rotundo.
Resulta obligado que destaque igualmente el esplendor con el que se manifiestan todos sus intérpretes, sobre todo su cuarteto protagonista. Especialmente me deslumbra Loreto Mauleón, en la que ya había reparado en “Los renglones torcidos de Dios” (es la dulce y confiable médico de la institución mental por donde campa a sus anchas Bárbara Lennie), pero que para mí era prácticamente una desconocida, aunque su bagaje haya ido cogiendo cierta entidad, vamos que no es una desconocida en el mundillo.
Me gana definitivamente para su causa por su dicción y por esa permanente presencia de contenida y noqueadora expresividad mediante sus ojos. Desde este instante en que la he disfrutado ante la pantalla pasa a formar parte mis actrices favoritas emergentes.
Se erige en el tronco central del que se van nutriendo o acogiendo una serie de personajes igualmente desolados en una u otra medida. Tal vez se salve relativamente el luminoso y vitalista Ana Rujas -otra actriz talentosa y de gran atractivo físico- y una cría todavía no consciente de tantas cosas que pasan a su alrededor, no tanto por el exterior de quienes le rodean sino por dentro.
Sumándolo todo, definitivamente un gran, delicado y a la vez devastador conjunto.