Pero es tal es la grandeza de “La conquista del Oeste” que da igual que hoy en día se contemple mermada respecto a su inicial concepción, es tal la generosidad y profusión de imágenes inolvidables que despliega que casi nada puede acabar con su poder sugerente y evocador. Es como un libro de maravillosas estampas en movimiento sobre la colonización del Oeste con tres referenciales cineastas al mando en cinco episodios.
Estos son “Los ríos”, “Las llanuras” y “Los forajidos”, dirigidos por el gran Henry Hathaway, que volvió a extraer toda la vistosidad y el dramatismo posibles de unos imponentes paisajes naturales (extraordinario cineasta Hathaway, hace tiempo que lo incluyo en el extenso Olimpo de los más grandes), “El ferrocarril” dirigido por el más que competente George Marshall (la filmografía suya está repleta de grandísimos títulos, como el paródico “Furia en el valle” por no salirme del género, sin ir más lejos) y, el más breve de todos, sobre la Guerra de Secesión, “La Guerra Civil”, desarrollado con nervio, poesía y sentimiento por el maestro de maestros John Ford, que era inevitable que dejara su firma en una empresa de este espíritu por escasa que fuera su aportación. Su segmento es una pieza maestra del intimismo, en la que es capaz de condensar en pocos minutos temas muy queridos por él, como la despedida del hogar o una nueva oda a esas abnegadas madres fordianas, así como la resolución de un determinante episodio como fue la batalla de Shiloh visto a través de una conversación entre dos míticos generales, uno de ellos John Wayne. Un modelo de concisión narrativa y uso de la elipsis.
A lo largo de sus brevísimos y apasionantes 165 minutos no falta nada de lo fundamental que configuró la colonización del Oeste y la posterior configuración del imperio USA: el remonte de ríos bravíos, los asaltantes de diligencias, el Pony Express, el Unión Pacífico, las caravanas de los colonos, las luchas entre granjeros y ganaderos, los indios…
Todo ello integrado en una saga familiar que describe a tres generaciones de la familia Prescott, desde la primitiva aventura como pioneros “remonta ríos” hasta su asentamiento definitivo en un rancho de Arizona.
Durante su transcurso se toparán con secuencias impresionantes, como precisamente el discurrir en balsa por ríos, como el Ohio, de lo más enfurecidos y peligrosos, hasta una memorable estampida de búfalos.
El magnífico guion del especialista James R. Webb fue justamente recompensado con un Oscar, todo un ejemplo de capacidad de compendio y divulgación. También serían premiados con una estatuilla el sonido de Franklin E. Milton y el montaje de Harold F. Kress. En total, fueron ocho las nominaciones que obtuvo en 1963. Constituyó el quinto film más taquillero ese año en los Estados Unidos.
Contó con tres directores de fotografía que llevaron a cabo un trabajo de dimensiones épicas, pues no olvidemos que esta historia, el western en general, es la puesta al día de los relatos homéricos o de las canciones de gesta medievales. La música de idéntico registro de Alfred Newman, acompaña adecuadamente, es vibrante. Y luego está esa preciosa canción basada en una composición dicen que de Enrique VIII, aquí titulada “A home in the meadow/Un hogar en la pradera”.
Otro de los aspectos que resulta plenamente disfrutable, es su inabarcable y estelar reparto. El casi todo Hollywood de la época se dio aquí cita, desde estrellas a excelentes característicos, desde John Wayne en el papel del general Sherman hasta Walter Brennan como un divertido pirata de río, pasando por Peck, Fonda, Stewart, Widmark, Malden, Baker, Reynolds o unas cuantas decenas más.
Curiosamente, ha sido una película, al menos en Europa, no demasiado bien tratada ni considerada por la crítica, más bien ha sido ignorada por una buena parte de mis colegas. Una vez más, vuelvo a posicionarme en una opinión contundentemente contraria a ellos.