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‘La la land (La ciudad de las estrellas)’

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Ryan Gosling y Emma Stone en una escena de la película
José Luis Vázquez / CIUDAD REAL
Por algún sitio leí que esta nueva resurrección del musical clásico norteamericano, que siempre he adorado, es una carta de al amor al cine y a la –esto ya es de mi cosecha- horizontal ciudad de Los Ángeles. Lo suscribo al cien por cien. Igualmente lo es a la propia música, al jazz (Thelonious Monk, Bill Evans), a lo mejor de nosotros, a la vida… con sus éxtasis y amargores.

La actriz protagonista, manifestó que “es una película sobre soñadores y creo que la esperanza y la creatividad son lo más importante en el mundo”

Que va de sueños o de ensoñaciones no me cabe la menor duda tras su contemplación. Precisamente trata sobre sueños posibles e imposibles, logrados o truncados, elegidos o relegados, desde luego sobre la imperiosa necesidad de intentar alcanzarlos, anteponiendo unos a otros. También sobre lo que pudo ser y no fue, o sobre aquellos a quienes nunca dejamos de amar y hacia quienes sentiremos permanente gratitud, porque nos alentaron, nos estimularon, nos hicieron felices, aunque todo en la vida acabe siendo provisional… pero que nos quiten lo bailao, y nunca mejor dicho.

Casi parafraseando a la bella película de Kim Ki-duk, transcurre durante cinco estaciones: invierno, primavera, verano, otoño e invierno… y cinco años después.

Su comienzo no puede ser más deslumbrante. El espíritu del viejo y más danzarín Hollywood se apodera de la pantalla. En un portentoso plano secuencia, Damien Chazelle, ese poderoso cineasta que debutara a lo grande con “Whiplash”, convierte a su cámara en alada y me deja irremisiblemente pegado con admiración y deleite a la butaca. Y sin necesidad de estar dando todo el tiempo la brasa virtuosa como el –me refiero a lo estrictamente profesional- pomposo Iñárritu de “Birdman”.

Ese “Another day of sun” remite a los ejemplos más señeros y vitalistas del género. El onírico epílogo está prácticamente a idéntica altura. Y todo lo que hay entre medias, que es mucho y magnífico, despide un embriagador perfume que recoge no sólo la esencia de tantas de sus mejores antecesoras sino, sino aludiendo a lo argumental, los esplendores, sinsabores y jugarretas que nos gasta el corazón en alianza con el destino.

Como ha sido norma en otras ocasiones, prepárense a que las leyes de la gravedad no sean respetadas, a que los actores puedan levitar o deslizarse por cielos estrellados, o ponerse a bailar con desconocidos, o enamorarse definitivamente a la luz de una simple farola, tal como hacían Cyd Charisse y Fred Astaire en “Melodías de Broadway 1955” (“The band wagon”) en aquel inolvidable “Dancing in the dark”.

Las influencias no se quedan aquí, son amplias y numerosas. Llegan hasta épocas no tan lejanas, las de “Corazonada” de Coppola en los 80, otro dichoso “atrevimiento” como éste o incluso más arriesgado, y “Todos dicen I love you” de Woody Allen en los 90. Alcanzan a títulos fuera de contexto, desde ese precioso homenaje, planetarium incluido (Stone ya había experimentado algo parecido en la deliciosa “Magia a la luz de la luna” del entendiblemente reincidente Woody Allen… “Irrational man”), a “Rebelde sin causa” o a la mismísima “Casablanca”, balconada de los amantes reencontrados incluida.

Y así van pasando las escenas, el romance, los números genuinos, y no como últimamente se hace muchas veces, que se generan las coreografías más en la sala de montaje que en donde entiendo contienen más valor, en el propio set de rodaje con el director mandando en plaza.

Por si esto fuera poco la pareja aquí reunida demuestra no solo el talento que tiene sino su capacidad para cualquier contingencia de pura expresión corporal. Emma Stone y Ryan Gosling están además adorables. Constituye ya su tercer encuentro profesional y el mejor de todos ellos, tras la simpática “Gangster Squad” y la notable comedia “Crazy, stupid, love”.

Cuánto me alegro del espaldarazo que este trabajo haya podido suponer en sus carreras, aunque ya hace tiempo que éstas se encontraban consolidadas, si acaso les faltaba un reconocimiento de esta magnitud. Stone, por la que llevo tiempo confesando mi debilidad, tiene charme, ese del que hacían gala “Las señoritas de Rochefort” de Jacques Démy, de la que también bebe esta esplendorosa, deslumbrante producción.

Pocas como ella tiran de tanto estilazo para llevar vestidos cortos de amplio vuelo, también largos o minifaldas. Y Gosling es una perfecta réplica como galán mezcla de antiguo y moderno, tal como en realidad lo es este maravilloso exponente que contagia fácil e indistintamente, su vitalidad y su melancolía. Al respecto de esto último, me trae efluvios de otra perla del género filmada en los 80 por el gran Herbert Ross, “Dinero caído del cielo”, puede que el musical más cautivadoramente triste de la historia del cine.

Agradezco el guiño de su director al reservar un pequeño papel como responsable de una especie de “night club” refinado a la estrella de su opera prima, el implacable profesor y director J. K. Simmons, Oscar al mejor actor de reparto por aquel papel.

Es de esas películas que permanece intensa, luminosa, feliz, en mi recuerdo. Me da en la nariz que así de viva seguirá mientras mi memoria no sea invadida por alguno de esos males que acechan al cerebro. Me he quedado irremisiblemente impregnado para los restos. Seguramente volveré a ella varias veces en mi vida. Me dará refugio y consuelo, aunque la melancolía, la tristeza asomarán también, sin duda, en algunos instantes o momentos.

Alguien, no me acuerdo ahora quién, comentó a propósito de la misma, que ya no se hacen películas como ésta. Se hacen otras, también muy buenas, pero eso, como éstas ya no se estilan. Toda ella es goce, su rebosante colorido, su ritmo, su mágico realismo o su realismo mágico, esa declaración de principios inicial o la consiguiente utilización del cinemascope…

No me extraña que batiera récords –siete de siete, superando en un reconocimiento a “Alguien voló sobre el nido del cuco”- en los Globos de Oro… y en los Oscar, aunque el máximo, el definitivo, quede ya para los anales por el despiste de Warren al proclamarla como ganadora, siendo finalmente relegada por la excelente “Moonlight”, aunque he de confesar que fui irremisiblemente y seré siempre desde el primer momento de “La la land”, una de mis preferidas en todo lo que llevamos de siglo XXI.

Apostilla:

Vuelta a revisarla unas cuantas veces me gusta cada vez más, si ello fuera posible después del impacto causado tras ese inicial descubrimiento. Ya no se hacen películas así, no porque no se vean al cabo del año un buen puñado de propuestas magníficas como ésta, sino por la manera que tiene de contar las cosas… Evocando al viejo y más placentero Hollywood. Optando por un tono optimista, vital, sin descuidar el reflejo de las capas tristes o contrariadas con los que nos “obsequia” la vida. Moviéndose entre el pasado y el futuro, tal y cómo explica la breve y precisa explicación que sobre el jazz hace un músico.

Principio y final acaban resultando vasos comunicantes como envés y revés de tantas de nuestras existencias, yendo de la renovada luz del día, de la alegría de vivir a un tono crepuscular, rematado con un final precioso, reafirmación de los buenos tiempos vividos y de los agradecimientos a quienes los han transitado con nosotros y nos han querido de verdad.

Los homenajes al musical los pueden encontrar por doquier, como he dejado claro en la reseña anterior, pero ahora me acuerdo de otro, “Un americano en París”. Desde el inicio hasta el final todo es un continuo recordatorio referentes ilustres del género, pero renovado, con personalidad propia.

Por otra parte, las letras de las canciones son pura poesía… evocadora, nostálgica, melancólica.

Ryan Gosling y Emma Stone vuelve a demostrar la enorme formación de los actores norteamericanos, capaces de desenvolverse estupendamente cantando, bailando y lo que les echen. Ambos despliegan gracia, donosura, belleza, talento, estilo, elegancia. Se produce ese estado químico tan imposible de definir, tan perceptible cuándo se produce. Es como el amor, no hay reglas, pero es advertible cuando se produce la chispa.

Y esos Los Ángeles están exquisitamente filmados, desprenden magia. La horizontal y cinematográfica ciudad acaba erigiéndose en un protagonista más.

El número de la audición en el que Stone tiene que inventar una historia, recurriendo para ello a una fingida tía en París, es maravilloso dentro del tono intimista elegido. Es una apuesta por los benditos locos, por los soñadores, o al menos por los que lo persiguen sus anhelos más hondos.

Damien Chazelle con tan solo dos trabajos en sus alforjas, éste y “Whiplash”, se destaca como el mejor cineasta en entremezclar historias con música, junto al irlandés afincado parcialmente en el cine norteamericano, John Carney, el firmante de las estupendas “Once”, “Begin again” y “Sing Street”. Su cámara planeadora, en permanente movimiento, alada, obra milagros.

¿Cómo es posible que alguien tan negado para bailar o cantar como yo adores de esta manera irrefrenable y apasionada los musicales? Supongo que es el milagro de los acordes, los arpegios, los zapatos de charol, los forillos cantarines… y el haber mamado desde pequeño en la tele aquéllos impagables clásicos en los que salían mitos tan irresistibles como Fred Astaire, Gene Kelly, Judy Garland, Cyd Charisse, la recientemente desaparecida Debbie Reynolds, Ann Miller, Russ Tamblyn, Doris Day, Ginger Rogers, Donald O´Connor, Leslie Caron… y tantísimos más. Y directores como Stanley Donen, Vincente Minnelli, Robert Wise, George Sidney, Charles Walters y otros tantos de primera categoría.

Cuando finalizó la proyección la primera vez que la vi, nunca olvidaré la sensación que me dejó entre emocionada, radiante y pletóricamente feliz. Salgo eufórico, con ganas de volar una y otra vez hacia las estrellas.

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