07 diciembre 2023
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Cine

‘La legión invencible’… En el quincuagésimo aniversario de la partida del más grande… John Ford

“La legión invencible” es el segundo título de la que sería denominada “Trilogía de la Caballería”

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Un fotograma de ‘La legión invencible’
José Luis Vázquez / CIUDAD REAL
“Adiós es una palabra que no utilizamos en Caballería. Hasta nuestro próximo puesto, capitán” (Mildred Natwick)

Casi literalmente babeo cada vez que me dispongo a enfrentarme al folio digital, o a ese al que no pienso renunciar hasta el final de mi existencia, al laminado de papel, para abordar la reseña de cualquier película del más grande (ni les cuento el goce cuando las reviso por enésima vez), de John Ford, pues absolutamente todas, en mayor o menor medida, las que componen su inabarcable filmografía -y que haya visto, claro, pues varias de los pertenecientes al período mudo parece ser que se han perdido irremisiblemente para siempre- las considero obras maestras irrefutables, incluso las más aparentemente “inocuas” o sencillas. Su cine es pura poesía en movimiento y él, no tengo la menor duda, el poeta por excelencia del Séptimo Arte.

“La legión invencible”, o “Ella llevaba una cinta amarilla” en el original (ya saben, las cosillas de las traducciones en España), producción de posguerra, es el segundo título de la que sería denominada “Trilogía de la Caballería”, tres aportaciones grandiosas y relativamente laudatorias sobre ese su tan querido –y gracias a él, también mío- regimiento militar estadounidense del siglo XIX.

Las tres las pariría casi seguidas, en un período de dos/tres años, el comprendido entre 1948 y 1950, siendo “Fort Apache” la primera y “Río Grande” la tercera. Veinte años más tarde la sensacional “Misión de audaces” podría ser considerada un apéndice y, por tanto, su epílogo o inmejorable colofón.

Gustándome prácticamente por igual, siento una especial debilidad por ésta. Tal vez sea por su poso elegíaco, por su tono crepuscular, de despedida. Por su delicada amargura también. Y por su deslumbrante estilo visual, inspirado en los grabados del legendario Frederick Remington.

Aquí ese láudano, ese legítimo ensalzamiento, esa épica, esa oda a esos profesionales que vigilaban la frontera por una mísera paga y unas cuantas botellas de whisky, tuvo un revestimiento especialmente melancólico. Fundamentalmente canalizada, genialidad del maestro aparte, a través de la majestuosa, emotiva, imponentemente natural composición que hiciera de su personaje un inmenso John Wayne. Un capitán de caballería, Nathan Brittles, a punto de la jubilación. Ya tan solo por el soliloquio que suelta a la lápida de su esposa mientras riega unas flores, con la espectral sombra de Joanne Dru proyectada sobre la misma, me bastaría para otorgarle la taxativa o maximalista calificativo de mejor actor de la historia de este invento.

Además, en esta verdadera maravilla está condensada casi lo más característico, genuino y granado de Ford, o ese al que más podamos asociar en primera instancia. Pues el “westerniano” supone uno de los registros suyos que más me ha apasionado desde tiempo inmemorial, desde que descubriera con 8 o 9 añitos “Fort Apache”, aunque el tremendo cineasta norteamericano, demostraría a lo largo de su carrera ser un artista (de haberse enterado que me refería a él de esta manera, la sarta de coscorrones suyos no me la quitaría ni el Papa de Roma) de poliédricas y múltiples dimensiones, siendo tal vez la que más me conmueve la referida a la larga recta final de su incomparable carrera. Esa que va desde “Centauros del desierto” hasta “Siete mujeres” (pocas obras más feministas que esta joya), pasando por la indispensable “El hombre que mató a Liberty Valance”.

Y por ese condensado me refiero, entre otros múltiples aspectos, a las cargas de la Caballería, al toque de corneta previo, a los combates contra un siempre noble y respetado pueblo indio, a la integración en una comunidad, a esas recias mujeres de carácter inoxidable despidiendo a los soldados en los porches, a esos sargentos borrachines y campechanos, esos emocionantes bailes de una plástica y emoción inenarrable, esas canciones del folklore irlandés que se incrustan en lo más hondo, esos oficiales con un arraigado sentido del deber, del honor y de su trabajo, un humor a prueba de flechas, el inmenso y majestuoso Monument Valley, porches, columnas de soldados en armónica formación, entrañables característicos, sentimientos de lealtad y camaradería o la amistad flotando permanentemente en el ambiente, una amistad rocosa, sin gazmoñerías.

Añadiría en esta ocasión una tormenta real rodada improvisadamente sobre el terreno que confiere a este cantar de gesta una belleza telúrica indescriptible.

Y de nuevo vuelve a aparecer en todo su esplendor otra de sus incontables cualidades, la caracterización de individuos o la elaboración de cualquier tipo de situaciones a través de detalles cotidianos y aparentemente, tan sólo aparentemente, irrelevantes. Y cómo vuelven a resultar esas más que reveladoras, escrutables miradas fordianas, que se acaban incrustando en lo más hondo.

Sublime, colosal, imponente… vuelvo a agotar los adjetivos. Un testamento anticipado sobre la vejez, la soledad y sobre la más digna de las retiradas.

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