Creo que el de Escarlata O´Hara y la actuación de Vivien Leigh son, respectivamente, el papel y la interpretación femenina por excelencia de la Historia del Cine. No concibo, y disculpen la pedante expresión, una simbiosis mejor. Miles de candidatas, prácticamente el todo Hollywood de la época en cuanto a actrices que eran punta de lanza desfiló e hizo pruebas para conseguir tan codiciada elección. Hace años vi en la siempre impagable segunda cadena de TVE un magnífico documental tratante en lo anteriormente expuesto y en su azaroso y fascinante rodaje, titulado “La creación de una leyenda”. De todas esas interminables aspirantes que hicieron pruebas, la única que me pareció que podría haberse acercado un poquito a lo sublimemente alcanzado por Leigh, tal vez fuera la pelirroja Paulette Goddard, la que fuera una de las esposas de Charles Chaplin, grandísima actriz y protagonista, entre otras maravillas, de “Tiempos modernos”.
Escarlata lo tiene todo, es el papel bombón, golosina, de todos los tiempos. Recorre todo tipo de estados anímicos, emocionales, descriptivos. Es coqueta, vital, entusiasta, celosa, envidiosa, generosa, ambiciosa, frívola, casquivana, tesonera, apasionada, arrebatada, currante, echada para adelante y casi nunca para atrás, vehemente… Y qué belleza la de esta actriz británica de ojos verde esmeralda. Es imposible apartar la vista de ella cada vez que aparece en escena… y aseguro que es una considerable parte de su extenso metraje. Al respecto, nuestros abuelos decían: Lo que el viento se llevó… y lo que el culo aguantó. Sic.
Su historia de amor con el apuesto Rhett Bhutler, un formidable como era siempre costumbre Clark Gable, sólo puede alcanzar la denominación anteriormente vertida sobre esta obra magna, MÍTICA.
Junto a estos dos personajes, estos dos monstruos, estas verdaderas vacas sagradas de la interpretación –fíjense que él tenía como apodo The King/El Rey-, están la dulce Melania, encarnada con infinito encanto, paciencia y dulzura por parte de Oliva de Havilland y ese Ashley Wilkes imbuido de meliflua caballerosidad por Leslie Howard, con alma y corteza de pavisoso héroe romántico por el que cualquier mujer puede perder la cabeza ¡Hace falta bemoles! También está ese genial característico que fue Thomas Mitchell, el doctor borrachín de “La diligencia” o el tío de James Stewart que perdía el dinero en “¡Qué bello es vivir!”. Aquí es el patriarca O´Hara, el que enseña a su hija el inmenso valor de la tierra roja de Tara.
Puede que no sea mi película favorita, llevan tiempo siéndolo “El hombre tranquilo” (“The quiet man”) y “Jennie” (“Portrait of Jennie”), pero si tuviera que elegir una que definiera el concepto de celuloide que a mí más me gusta, sería sin duda ésta.
Supuso un avance inmenso en diferentes frentes, todo un antes y después. Por ejemplo, en lo referido a su fotografía. Tan sólo llevaba tres años funcionando el color y menuda paleta de los mismos con la que fueron rociados, regalados los espectadores de aquel momento, algo extendido en el tiempo. Una paleta que va tornando desde la viveza más resplandeciente a los tonos más intensamente oscuros, según el dramatismo se va apoderando –y acelerando- de tan trágica historia.
Y cómo olvidar esos grandiosos, fastuosos movimientos de grúa, uno de los grandes distintivos del celuloide USA expendido en cualquier época, con que se filmaron a esos rebeldes sureños convalecientes en una inabarcable estación, a lo largo y ancho de alargadas vías de ferrocarril.
Escuchada una vez, imposible sacudirse esos épicos acordes de la banda sonora compuesta por ese genio llamado Max Steiner (“Casablanca”).
O cómo no recordar por siempre jamás ese momento apabullante de Leigh espetando junto a un imponente árbol ese “a Dios pongo por testigo”, manufacturado con tintes y formas que más bien parecen sombras chinescas… una silueta femenina difícilmente olvidable jamás.
Estamos hablando, claro, del Hollywood más desmelenado y glamuroso, el que no tenía reparos en mostrar lo que fuera necesario y de la manera más llamativa posible.
Llegado a este punto cómo no señalar la fascinación ejercida en todo momento por esa característica mansión sureña, los Doce Robles, símbolo y estilo de un tiempo, una época, una manera de vivir que se extinguen irremisiblemente. Cómo no admirar, o rendir pleitesía ante esa oda de ese Sur por otra parte repugnantemente esclavista y que, pese a ello, pese a esta barbaridad, fue recreado por artistas y profesionales yanquis que no tuvieron inconveniente en hacer alabanzas de otros aspectos del que fuera enemigo ¿Se imaginan en España una a oda a rojos o azules por parte del respectivo bando contrario?
En cuanto a la firma del director, aunque todos los que desfilaron por esta magna, mastodóntica empresa, fueron excepcionales, incluyendo el que le puso la rúbrica definitiva, Victor Fleming, responsable ese mismo año de otro título glorioso para tantos de nosotros y ya en el imaginario popular, “El mago de Oz”, acabó resultando más bien un hecho meramente anecdótico. Fue un proyecto casi exclusivo, es un decir claro, concebido y pergeñado por el colosal e imperial magnate/productor David O´Selznick, y diseñado en previo “story board” por el más grande y laureado director artístico de todos los tiempos en el terreno del celuloide, William Cameron Menzies.
Constituye por tanto otra prueba suprema, la demostración diáfana y palpable de que esta adictiva manifestación artística que es el Séptimo Arte acaba siendo una labor de equipo.
Todo es aquí gigantesco. Pasarán los siglos y será una de las pruebas más irrefutables de lo que ha supuesto, de lo que es el CINE con mayúsculas. Seguro que volveré a recaer y dejarme mecer por sus poderosas imágenes unas cuantas decenas de veces. Jamás me ha llegado a provocar fatiga alguna, pese a sus más de 3 horas y media de duración, y sus innumerables visionados… pues a estas alturas ya he perdido la cuenta del número exacto.