Esta deliciosa y maravillosa ensoñación cuasi freudiana (el chico además bien podría padecer de complejo de Edipo), con aire de imaginería daliniana, parte muy libremente de un valioso material literario, como son los cuentos de un especialista en el género, Theodore Seuss, trasladados por el propio autor.
Sus delirantes y surrealistas decorados, por los que se desplaza como una ardilla el sobresaltado chaval protagonista (un encantador Tommy Rettig, el hijo de Robert Mitchum en “Río sin retorno”), tan solo posibles en el Hollywood de los 50, contribuyen poderosamente a crear un apasionante y onírico mundo de escaleras, manos y edificios de una sorprendente belleza, albergando seres de lo más extravagantes y extraños (como esos hermanos siameses unidos por la barba), de esos que no se olvidan así como así, sobre todo si ese primer descubrimiento coincide con la niñez, tal como fue mí caso.
Al igual que en la versión de la “Alicia” burtoniana, resulta un ejercicio muy saludable establecer comparativas entre el mundo real y el imaginario, pues se pueden detectar obvias similitudes entre ambas dimensiones vía madre, profesor de piano y fontanero. Algo parecidísimo a lo que sucede en la mítica y referencial “El mago de Oz”.
Les puedo garantizar, además, de que una vez visionada difícilmente se les irá de la mente ese gigantesco teclado en el que el protagonista junto a 499 críos se ponen a tocar al unísono. Bueno en realidad no fueron tantos los críos utilizados en su rodaje, tan solo 150 entre cinco y nueve años que adecuadamente encuadrados según una perspectiva forzada, aparentaban todo aquellos. También es difícil desalojar del recuerdo esa imposible gorra con hélice de Bart Collins.
Sumen a ello que tanto su estética como la efectividad de su aparente sencillo argumento, así como los numerosos números musicales que la salpican (fue nominada en este apartado a la mejor banda sonora) contribuyen a la redondez de tan insólito conjunto.
No descuiden tampoco su chillona policromía obra del exquisito Franz Planer. O ese llamativo y sofisticado cartón piedra que gasta.
A su artesanal y brillante director, Roy Rowland, que acabaría recalando en España al comienzo de su crepúsculo para rodar en 1964 “Los pistoleros de Casa Grande”, le debo algunos títulos verdaderamente destacables, comenzando por esa obra maestra del cine sentimental y familiar titulada “El sol sale mañana” y continuando con esos concisos y ejemplares thrillers que son “El único testigo” y “Prisionero de su traición”, el clásico y cristalino western “El rifle del forastero” o el impagable “kitsch” “Las siete colinas de Roma”, entre otros numerosos trabajos siempre como mínimo interesantes.
En esta ocasión se vio respaldado por una solvente y esmerada producción del igualmente cineasta de prestigio Stanley Kramer, uno de los grandes liberales y humanistas del cine hollywoodiense de los años en que fue gestada, casi mediados los cincuenta.
Destacar que el papel de la madre, encarnado por Mary Healey, corrió a cargo de una ex Miss Nueva Orleans que haría escasas incursiones en cine y, sin embargo, bastantes en televisión. El malvado doctor Terwiliker, el susodicho T del título, el segundo papel en importancia tras el de Rettig, había sido pensado inicialmente para Danny Kaye, finalmente recayó en el muy buen característico Hans Conried, amigo de Seuss. Para mitómanos, señalar que entre los bailarines pueden encontrar a un incipiente George Chakiris (cuando se apellidaba Kerris), el inolvidable Bernardo de la imprescindible “West side story”.
Única, singular, atípica, inclasificable, cautivadora… Una pesadilla pre navideña atemporal y siempre hechizadora. Pura fantasía en estado puro.
Para muchos, entre los que me posiciono, un incuestionable título de culto.