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Los Vikingos

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Ernest Borgnine, Janet Leigh y Kirk Douglas en una escena de la película
José Luis Vázquez / CIUDAD REAL
Adoro, venero, me apasiona hasta límites extremos esta obra maestra, este título imprescindible e icónico del género aventurero y del CINE en general.

Producida –a través de su Bryna Producciones, la misma égida de “Espartaco”- e interpretada por un Kirk Douglas de ya 42 añazos (tres después emprendería un proyecto similar trasladado a ambiente western, el primoroso “El último atardecer”), es un ejemplo inmejorable de película vigorosa y contagiosamente vitalista. Una sola secuencia podría suponer su máxima seña de identidad al respecto… la del propio Douglas saltando de remo en remo en la nave que regresa a su hogar.

Consigue además aunar admirablemente dos requisitos que, a veces –inexplicablemente, cada vez menos para las generaciones actuales- diríase contrapuestos, el puro y más genuino entretenimiento y la reflexión implícita.

Ya desde su inicio con ese cuerno sonando a los compases épicos, arrebatadores de la extraordinaria banda sonora de Mario Nascimbene se produce la succión, el embeleso. Porque no deja ni un instante de ser fascinante y fascinadora.

Y despliega un sentido de lo paisajístico no demasiado habitual en aquellos gloriosos finales de los 50. Lo telúrico (niebla, viento, lluvia) y precisamente eso, lo paisajístico, es uno de sus elementos fundamentales y concitadores de atención, uno de tantísimos. Se rodó mayoritariamente en escenarios naturales noruegos, concretamente en Maurangenrfjorden y Mauragsnes. También en un castillo francés y una bahía croata.

Es poética, hermosísima y también salvaje, agreste. Y, fundamentalmente, exuda vida a raudales, llevada ésta al límite o puesta en jaque en una espléndida secuencia de fraternal duelo a espada. Y no deja en ningún instante de resultar pletórica.

Basada en la novela THE VIKING de Edison Marshall narra en primer término y de fondo la descripción de una manera de vivir de un pueblo –el nórdico alusivo en el título- remoto en un tiempo concreto.

Carlos Boyero definió atinadamente como de abrasiva la relación entre los dos muy masculinos protagonistas (Douglas y Curtis), en pugna por la atención de la virginal Janet Leigh (adorable, como siempre, venía de ser dama en la corte de Camelot en la maravillosa “El príncipe Valiente”, que supondría la tercera de sus cinco colaboraciones con Curtis durante su período matrimonial de 1951 a 1962). O lo que es lo mismo. Einar y Eric por una parte y Morgana como centro focal de sus agitaciones amorosas.

Es hora de dejar claro lo mayúsculo actor que fue Tony Curtis. Ahí está entre tantísimas otras su composición para “El estrangulador de Boston” a las órdenes del mismo director de ésta, el formidable Richard Fleischer (hijo del creador de Popeye, Dave, y firmante de al menos 25 obras maestras… la citada del “Estrangulador”, “Duelo en el barro”, “Veinte mil leguas de viaje submarino”, “Sábado trágico” o “La muchacha del trapecio rojo” entre otras.

Pero, sin duda, él y Ernest Borgnine aparte (como Ragnar, padre de ambas), los laureles se los lleva Douglas en una interpretación acorde con la imagen personal que traslucía… energía, entusiasmo, aliento, brío, empuje, plenitud, carácter, furia… y otro buen ramillete de calificativos laudatorios más.

De nuevo, volvería a experimentar la tortura física, pues no en vano fue uno de los grandes sufridores en la ficción. Aquí es la pérdida de un ojo, en “El loco del pelo rojo” era la oreja la que se auto mutilaba, en “Espartaco” era sometido a la crucifixión, en “La pradera sin ley” apechugaba con una buena tanda de latigazos… Y así unos cuantos ejemplos más.

El caso es que nutre de savia, ritmo relampagueante a esta historia de profunda belleza y mucho más calado que el que aparenta su reluciente exterior. Pongo un ejemplo. Resulta apasionante ese enfrentamiento/contraste entre el mundo salvaje, pero noble e incontaminado de los “bárbaros” vikingos y el más civilizado y sofisticado, pero decididamente inhumano e hipócrita de los británicos (no hay que más que reparar en las horrorosas torturas que aplican con fieras que despedazan a sus prisioneros).

Todo esto enmarcado por la fotografía del formidable Jack Cardiff. Atención al tratamiento otorgado bajo la espléndida batuta de Fleischer al fuera de campo en algunos momentos especialmente violentos.

También la dirección artística es de categoría suprema (¡y pensar que se filmó en 1958!).

Antológica, memorable, fuera los que fueran los anales de cualquier género, registro o fecha de producción.

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