“La infancia es como estar borracho, todo el mundo recuerda que naciste, menos tú”
El segundo y prodigioso largometraje del australiano Adam Elliot vuelve a sorprenderme, extasiarme y conmoverme, tal como sucediera con su opera prima, la fuera de serie “Mary and Max”. A fecha de la confección de esta reseña (domingo 27 de abril de 2025), lo considero el tercer mejor estreno del primer tercio que llevamos de año, tras “A complete unknown (Un completo desconocido)” y “Los pecadores”, y por encima incluso de “Flow”, “Aún estoy aquí” y, por supuesto, de “The Brutalist”.
Por cierto, permítaseme que le dedique unos párrafos a esa “Mary and Max”, en realidad primera en orden cronológico, pues me supuso toda una sacudida el gozoso día que la descubrí. Aprovecho para decirles por si alguien no estuviera al tanto, que Movistar la acaba de incorporar a su catálogo. Y es que, a nivel de gran pantalla, que yo recuerde jamás fue, incomprensiblemente, estrenada en España.

Supuso un proyecto que tardó en gestarse ocho años y que contaría para la voz de su protagonista masculino con el sensacional Philip Seymour Hoffman. De alguna manera constituía una relativa variante de la excelente “La carta final”, ésta con personajes reales (interpretada por los eximios Anne Bancroft y Anthony Hopkins, producción de un insólito Mel Brooks), aunque matizando que con unas implicaciones mucho más dramáticas y con unos personajes con unas características más bien trágicas.
Rodada artesanal y admirablemente en plastilina, también su miga argumental contiene una historia de amistad por correspondencia de varios años entre dos personas que nunca acaban de conocerse físicamente. En este caso, un madurito y obeso judío neoyorquino con síndrome de Asperger y una cría australiana que vive en los suburbios de Melbourne.

Elliot aprovechaba en “Mary and Max” para hacer una llamada en toda regla sobre la salud mental y otras cuestiones delicadas, algo que resulta común en su breve filmografía. Y lo haría con la que supone una de sus señas de identidad, la introducción del dolor, incluso del horror o de esos elementos dramáticos o trágicos anteriormente referenciados. Ello sin necesidad de grandilocuencia alguna, mediante una naturalidad pasmosa e insuflando en todo momento un saludable, fino y por momentos negrísimo humor.
Su amor por el detalle era ya innegable, véanse sus trabajos con calma y podrán apreciar y degustarlos en toda su grandeza y esplendor. Briznas de hierba, caracoles, proyectores y montones más son buena muestra de ello.
Además, sus textos, sus parrafadas, poseen una especial relevancia, acaban cobrando una importancia tan fundamental como la propia y singular técnica empleada, enmarcada dentro de unas tonalidades tenues y una singular paleta de colores en base a cada lugar que muestra, cálidos en el breve episodio francés o grises en los suburbios de Melbourne.
En “Memorias de un caracol” reincide a idéntico nivel en estas características y las vuelve a elevar a su máxima expresión. Sus afligidos y marginales héroes vuelven a intentar salir adelante en condiciones muy adversas. Poesía, sensibilidad y reflexión se aúnan en perfecta combinación y armonía para retratarlos.
Al igual que su antecesora, pese a lo devastadora y tremenda que vuelve a mostrarse, deja igualmente lugar para la esperanza, para destacar algún personaje bondadoso como en esta ocasión una entrañable anciana llamada Pinky y para la redención sin “moñadas”, pamplinas o moralinas de ningún tipo.
Es dura, sí (de fondo cuestiones como el bullyng, la homofobia o el fanatismo religioso), pero también una fábula que se introduce a fuego en todo instante candente y se queda instalada en el interior.
Y deja claro que sus destinatarios no son los niños, pero como en mi caso tengo un posicionamiento un tanto peculiar ante estas cuestiones, no me parecería ninguna barbaridad que la pudieran ver. Uno es así de rarito, pues cuanto antes les sea mostrada el envés de la vida mejor que mejor, pero claro, esa decisión solo corresponde a sus progenitores.
Su título hace clara alusión a su protagonista femenina, a ese encerrarse en sí misma como el caparazón de los moluscos del título que adquieren un singular y justificadísimo protagonismo durante todo su metraje. Hasta los vestidos de ellas los reproducen.
Es profunda e intensamente triste y depresiva en el mejor sentido del término… y en ningún momento deja de serlo de manera amena.