Describe perfectamente el espíritu de esta película y de algunas de sus escenas de transición, que puede que llamen la atención de algunos espectadores.
Entre sus destellos y pliegues, discurre este relato que, tal como han apuntado certeramente algunos colegas, supone un ensalzamiento del milagro de lo cotidiano y de la búsqueda de la felicidad… en esos gestos o prácticas habituales que tantas veces no nos paramos a valorar lo suficiente.
El grandísimo escritor leonés Luis Mateo Díez se ha encargado en algunas de sus obras, sobre todo evocando a su imaginario territorio de Celama, de elogiar la rutina, la rutina bien entendida claro, esa que como ha señalado Pedro Gallego, “es como ponerte la canción perfecta mientras conduces”. No, por supuesto, esa otra que pueda provocar hastío o angustia.
Incidiendo en el meollo de “Perfect days” insisto en su vocación de oda a la vida simple que no simplona, a mostrar cómo encontrar la dicha en esos hábitos o pequeños placeres que repetimos cada día.
Y es posible que de primeras nadie envidie a su protagonista, a ese limpiador de retretes llamado Hirayama, que es posible que no suponga un modelo a seguir, pero según nos va siendo mostrado tanto en su hábitat profesional como en el casero o en su deambular y aficiones, si le observan con detenimiento tal vez sean bastantes los que se acaben identificándose con su actitud vital, con ese saborear y paladear esos pequeños momentos de los que están sustentadas nuestras existencias. Desde luego, afirmo rotundo mí identificación con él… y según voy cumpliendo estaciones, aseguro que con mayor convicción.
Otro aspecto que considero prácticamente incuestionable es ese inmejorable buen gusto musical del que hace gala el protagonista a través de esos cassettes, que seguro que para los de una cierta generación resultarán de lo más nostálgicos. Desde temazos como ese revelador “La casa del sol naciente” de The Animals hasta el imprescindible “Brown eyed girl” de Van Morrison, pasando por el “Sunny afternoon” de los Kinks, el “Pale blue eyes” de Velvet Underground.
Ya ni les cuento cómo es ese impagable “Perfect day” de Lou Reed, que honra al título de este último trabajo de un cineasta tan inclasificable, irregular y apasionante como el alemán Wim Wenders, aquí de lo más inspirado en coproducción con la industria japonesa.
Desde luego, supone un excelente ejemplo de cine de buen rollito, de ese que deja un muy buen sabor de boca mientras se contempla y una vez finalizada su proyección, siempre que se avengan a aceptar esa tranquilidad zen con la que está expendido, justo el ritmo adecuado para lo que entiendo que quiere contar.
Ya les advierto de su ejemplar carácter contemplativo, como la vida misma, dispuesto para paladear y degustar como señala el enunciado de esa reciente producción francesa con Juliette Binoche, a fuego lento. Así que talibanes exclusivistas del ruido, del estruendo, manténganse alejados incluso de sus aledaños.
Desde su asumida falta de grandilocuencia, desde la sencillez con que son abordados los “insignificantes” devenires que pueden conformar la biografía de cualquiera, proclamo entusiasta su “sorda” emotividad… o emoción sin sordina, si lo prefieren mejor así.
Grandísima.