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‘Richard Jewell’

Richard Jewell, "trabajo hondo, profundo sin parecerlo, enrabietado, emotivo"
Richard Jewell, «trabajo hondo, profundo sin parecerlo, enrabietado, emotivo»
José Luis Vázquez / CIUDAD REAL
No concibo comenzar mejor un año cinematográficamente que con una película de Clint Eastwood. Y si encima ésta mantiene la línea y la constante de la obra del portentoso –en su sencillez- cineasta californiano, miel sobre hojuelas. Es lo que me sucede con “Richard Jewell”.

Saber narrar, dominar el nobilísimo arte de contar historias, he ahí la piedra angular de cualquier manifestación artística… e incluso en tantas ocasiones de la propia vida. Eastwood posee ese don y lo está prolongando en el tiempo de manera ejemplar, admirablemente. Cierto que son varios los que están cuestionando el último tramo de su obra (desde luego no es mi caso y aseguro que no es pasión o devoción ciega, y quien no me quiera creer es su problema), aquel en el que se está dedicando a sacar a la luz episodios relevantes de tipos anónimos, de compatriotas cotidianos capaces en un momento dado y por diversas circunstancias de llevar a cabo una gesta e incluso llegar a pagar las consecuencias por ello al ser puestos en cuestionamiento. Es el caso del francotirador Chris Kyle o más obviamente el de Sully, el piloto que amerizó el avión en el Hudson salvando la vida de 155 pasajeros (ambos trabajos estoy convencidísimo de que serán reconocidos el día de mañana con las muchísimas loas que se merecen).

O como éste sobre el susodicho Richard Jewell, guardia de seguridad en los Juegos Olímpicos de Atlanta de 1996, que detectó una mochila con explosivos y evitó una verdadera masacre, pero aun así fallecerían dos personas en el atentado.

Clint casi ejecuta una pieza de cámara, en la que no necesita tirar de virtuosismos, de aparatosidad, ni de demasiado ruido, ni por supuesto de efectismos baratos.

Centra su cámara en un personaje que casi pareciera faltarle un hervor, pero que acaba desarmando a todo quisque por su sentido del deber, su nobleza y su bondad. Y también en un personaje cínico, espabilado y peleón que trata con respeto al primero, que se enerva ante su indiscreción verbal y que reconoce al amigo y al ser humano. Y ello está descrito con una emoción queda, casi contenida, pero que se acaba incrustando sin que me dé casi cuenta en la piel y en el corazón, en el mejor sentido fordiano.

En concreto, hay dos secuencias de conversaciones entre los dos, ambas en la casa de Jewell que son memorables. La primera de tono relajado, incluso divertido, cuando comienzan a estar ya acosados por la prensa, con arsenal armamentístico por medio, gira sobre el ruego de que se mantenga callado el tal Richard por parte de su representante legal y alguna otra cuestión más. La segunda es simplemente emocionante, a propósito de lo que el propio protagonista sea plenamente consciente de aquello que le cuestionaran en su pasado, de sus –tan solo eso- aparentes limitaciones mentales y de ese conmovedor exhorto apelante a su condición humana y al respeto que merece como tal.

Estos dos instantes bien pueden reflejar al mejor Eastwood, al de siempre en realidad. Pero contiene varios más, algunos plagados de emoción, como el discurso de la madre (una formidable Kathy Bates, lejanos quedan ya los tiempos de la descollante “Misery”, pero el talento es idéntico), o ese de ira justificada y denuncia, el de ese ataque verbal absolutamente fundamentado en la redacción de un periódico para cuestionar la labor llevada a cabo por una profesional carroñera, una integrante del a veces denigratorio cuarto poder y de la utilización indiscriminada y sin medida llevada a cabo de la información… con lo que ello conlleva de llegar a triturar la honorabilidad de un individuo de manera gratuita. A estas alturas de su vida Clint se puede permitir arremeter contra quien sea, contra este gremio tan poderoso o contra otro aún de mayor enjundia, como esos guardianes policiales del estado que son el FBI.

Los dos primeros citados están espectacularmente encarnados en registros opuestos, pero ambos igualmente meritorios y destacables, por el relativamente desconocido Paul Walter Hauser, en el que yo ya reparara hace un par de años como el delincuente sonado de la espléndida “Yo, Tonya”, y por el descollante Sam Rockwell (merecidísimo Oscar por “Tres anuncios en las afueras”), que vuelve a ofrecer todo un recital desde un exhibicionismo contenido y guasón. La tercera en discordia, la guapísima, resuelta y deslumbrante Olivia Wilde es un vértice de lo más adecuado, pese a que su papel, o una decisión concreta del personaje, hayan levantado ampollas en sectores mojigatos de la sociedad estadounidense. Me refiero al hecho de cuestionar como machista el acostarse con alguien para obtener información. La propia Wilde, activista feminista de primera, ni tan siquiera ha salido al quite. Con eso ya está todo dicho, sobran más comentarios para no dar más carrete a tanta majadería esparcida.

Créanme que podría extenderme folios y folios hablando de las excelencias de esta primorosa -en su relativo ascetismo- obra del maestro de maestros, que si no me fallan las cuentas, es la trigésimo octava de su filmografía, una cifra que no está nada pero que nada mal, sobre todo teniendo en cuenta que comenzó poniéndose tras las cámaras a la respetable edad de 40 años, con aquel debut inesperado, sorprendente y magnífico titulado “Escalofrío en la noche” (“Play misty for me”), precursor de tantos “thrillers” de psicópatas y personal obsesivo.

Su cine ha resultado y continúa resultando la quintaesencia hoy en día del clasicismo hollywoodiense de toda la vida. Da verdadero gusto al respecto contemplar sus historias. Y “Richard Jewell” no solo no es una excepción, sino que constituye uno de sus picachos de los últimos tiempos. Trabajo hondo, profundo sin parecerlo, enrabietado, emotivo.

Por favor no se muera nunca Mr. Eastwood, hágame ese favor. O no lo haga al menos hasta que me vaya yo –así de egoísta soy-, que justo espero pasar todavía un respetable tiempecito por estos agitados andurriales. Por supuesto, mi pretensión no es la de querer casarme con usted –me temo que ambos somos heterosexuales militantes-, ni tan siquiera querer ser su amigo (por supuesto, estaría encantadísimo de conocerle), pero sí desde luego de continuar disfrutando con sus maravillosas criaturas y su cine. Pensar además que está a punto de cumplir 89 años supone un acicate y un revulsivo dado sobre todo la de tantos muertos en vida de cualquier edad que pululan por ahí.

Indispensable. La primera gran película, master piece o como prefieran denominar, del ya propulsado 2020.

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