Dirigida por uno de los cineastas más grandes que hayan existido jamás, uno de mis cinco favoritos, el todoterreno Michael Curtiz, el de “Casablanca”, “El trompetista”, “Robín de los Bosques”, “La carga de la brigada ligera”, “Alma en suplicio” y decenas y decenas de impresionantes títulos más (dirigió una centena, el más flojo suyo visto es excelente, y de ahí para arriba), que aquí volvería a llevar a cabo un espectacular y emotivo trabajo, apoyándose en un inteligente, divulgativo y sintético -pese a su extensa duración de 140 minutos- guion de Philip Dunne y Casey Robinson, extraído de la arrasadora (traducida a más de 40 idiomas) y sensacional novela de ficción histórica del finlandés Mika Waltari titulada “El egipcio”. Con este trabajo que volvería a demostrar ser uno de los profesionales más destacados de la historia del cine a la hora de manejarse en decorados de grandes estudios, de la Warner para ser más concreto.
Transcurre hace 3000 años en el Antiguo Egipto y su telón de fondo es el reinado del faraón Akenatón, el primero en significarse monoteísta. Pero este es tan sólo es uno de los variados y ricos contenidos argumentales que también contribuyen a hacérmela especialmente apasionante. Pues lo que supone, principalmente, es un tratado sobre la propia condición, la naturaleza humana, perfectamente vigente hoy en día y dentro de otros treinta siglos.
Pero he de reconocer que me chifla, principalmente, por dos motivos. En primer lugar, por la profunda, filosófica descripción, sin caer por ello en pretenciosidad alguna, del protagonista, ese vocacional médico de pobres que nos cuenta en flashback (su comienzo es inolvidable, plasmando en un papiro “Yo, Sinuhé el egipcio, escribo esto desde mi destierro a orillas del Mar Rojo… Yo comencé a vivir del mismo modo que terminé, solo”) la agitada odisea de su decepcionada y escéptica existencia, caída en pendiente debido a las aceleradas pulsiones de su corazón y la consiguiente pasión que acaba corroyendo a este.
La segunda razón de mi fascinación (ese cautivador retrato del Antiguo Egipto también suma lo suyo) y por lo que más me conmueve es por el doble aspecto de sus avatares amorosos, o triple si lo extendemos al personaje de Tierney. Al fin y al cabo, es algo con lo que cualquier ser humano puede identificarse. Tanto por ese no valorar adecuadamente a quienes reparan en nosotros de manera generosa y entregada y por ese amor enloquecido y ciego hacia personas indebidas que pueden conducir al mayor de los precipicios o ruinas físicas y morales. Tal y como llegar a vender la tumba de sus propios padres para prolongar esa pasión ilusoria y cruel.
Su grito de desesperación “Nefer, Nefer, Nefer” resulta todo un lamento identificable para todos aquellos que se hayan sentido alguna vez irremisiblemente devastados por una vivencia amatoria igualmente vana, engañosa o destructiva. Curiosamente, la encargada de encarnar a la susodicha fue Bella Darvi, que hacía perfecto honor a su nombre, ya que en aquel momento era la pareja del todopoderoso productor de la Fox Darry F. Zanuck. Inicialmente se llegó a pensar en la mismísima Marilyn Monroe para este sensual cometido.
También fueron otros, Dirk Bogarde y Marlon Brando (este lo rechazaría por rodar “Desirée” con la igualmente aquí presente Jean Simmons) los previstos para el papel protagónico, el de ese galeno que comienza siendo humilde y generoso pero que acabará errando su camino por ese mencionado mal de amores. Sería interpretado finalmente por un convincente y entrañable Edmund Purdom.
El resto del reparto, sobre todo el femenino, es verdaderamente “de luxe”. Comenzando por uno de los rostros más hermosos, por no decir el que más, que hayan rasgado jamás una pantalla. El de Gene Tierney, la mítica Laura, aquí como la aguerrida hermana del faraón (Baketamón), que vive una relativamente encubierta relación incestuosa -o protectora, váyase a saber- con éste y que nos lega una inolvidable estampa con su arco tensado.
La otra mujer de tronío, adorable siempre, otra de mis debilidades, la anteriormente mencionada Simmons (Merit), es la mejor personificación posible del amor incondicional, auténtico, desinteresado, paciente, también del más abnegado. Tal vez un prototipo hoy un tanto demodé o fuera de órbita (o no), pero administrado con exquisita sensibilidad por esta enorme actriz, cuatro años después de regalarnos a muchos su composición de la maestra Julia Maragon en el soberbio western “Horizontes de grandeza” de William Wyler.
Otro aspecto a advertir y disfrutar es la representación de la ambición, del poder vía militar, expuesta y personificada con la percha del inefable Victor Mature (Horemheb) y ese perpetuo golpe de ceja que le adornaba que creo que era más leyenda que otra cosa, desde luego yo siempre lo reivindicaré, aparte de que no puedo evitar que me resulte entrañable. En esta, en la antológica “Pasión de los fuertes”, en los impresionantes noir “El beso de la muerte” y “Una vida marcada” y en la memorable “Sansón y Dalila”, tal vez fuera donde alcanzara sus mayores cotas interpretativas, aunque si buscan adecuadamente, se encontrarán con otras dignas de ser tenidas en cuenta, como las de “Brumas de traición”, “Sábado trágico” “La túnica sagrada” y su secuela “Demetrius y los gladiadores” o “El embrujo de Shanghai” entre varias. Vuelvan a revisarlas y puede que estén de acuerdo un poquito al menos.
Y si ya vamos a característicos de enjundia, ahí están el formidable histrión Peter Ustinov (el leal y falso tuerto Kaptah), el patriarca de los Carradine de nombre John (como ladrón de tumbas), Michael Wilding y varios más. Todos al servicio de una factoría de sueños que solía envolver este tipo de grandes superproducciones en un llamativo colorido y en escenografías de ensueño como la creada para la ocasión.
Han sido muchos los que la han tildado peyorativamente de naif, trivial, anacrónica, risible y no sé cuántos epítetos descalificativos más. Debo confesarles que desde el primer instante que contemplo a un Sinuhé envejecido siempre me siento invadido por la emoción más profunda. Realmente la adoro, me retrotrae hacia tiempos muy felices de mi vida y tiene la virtud de renovarlos con inusitado entusiasmo con cada nuevo visionado.
No llega a la reconstrucción mucho más fidedigna exhibida por “Tierra de faraones” de Howard Hawks, pero dentro de su estilo más glamuroso a la hora de mostrar sentimientos universales y perfectamente identificativos por cualquiera, alcanza el puro delirio, lo sublime.
Peliculón por los siglos de los siglos y por las milenarias arenas del país de las pirámides, aunque el cartón de piedra y algún efecto como el del león hayan quedado superados. Amén al resto… e incluso si me apuran también a esto que acabo de cuestionar porque posee su indudable encanto, el destilado por la pátina y el lacre que otorgan el tiempo pasado.
Tal como me sucede con innumerables joyas del Hollywood clásico, no tendría inconveniente en vivir perpetuamente instalado en esta película.