El tema es duro, la película también, pero no porque se recree en aspectos escabrosos o sórdidos que bien podría haber dado terriblemente, con creces para ello, sino por la propia verdad de los hechos y por el paulatino esclarecimiento de los mismos.
No creo que haga falta extenderme sobre lo que sus imágenes, les doy por enterados a muchos. Por si acaso informo que aborda la investigación periodística de esos más de 300 casos descubiertos y 90 sacerdotes de Boston que abusaron de menores y fueron encubiertos por la institución eclesiástica durante más de 30 años. Y también sobre la pretendida ocultación de la misma por parte de ésta.
Pertenece a ese extenso y glorioso género del “thriller” sobre los profesionales del Cuarto Poder, de los que uno de sus ejemplos máximos lo constituye “Todos los hombres del presidente”, tratante en las escuchas ilegales del caso Watergate, y protagonizada por Robert Redford y Dustin Hoffman. El cuarteto aquí conformado y encargado de tirar del ovillo, no le va a la zaga en lo que a soberbias interpretaciones se refiere. Me refiero a Mark Ruffalo, Michael Keaton (vuelto a revivir tras su paso por la pretenciosa y oscarizada “Birdman”), Rachel McAdams, Brian d´Arcy James… más Liev Schreiber y John Slattery. Todo un póker de ases, cuyas encarnaduras en la vida real obtendrían el premio Pulitzer. También habría que haberles otorgado un Oscar conjunto, si no hubiera estado por medio el Leonardo DiCaprio de la por mí no tan amada -aunque con una fotografía verdaderamente fabulosa e histórica- “El renacido”.
Junto a ellos, mucho tiene que ver en su impecable resultado final la dirección, también el guion, de Thomas McCarthy. Al de Providence, New Jersey, le debo al menos tres magníficos trabajos del cine más o menos independiente de comienzos de este siglo: “Vías cruzadas (The station agent)”, “The visitor” y “Win win (Ganamos todos)”. Más otro entretenido y curioso, “Con la magia en los zapatos”, y un texto primoroso para Pixar, que daría lugar a esa obra maestra titulada “Up”. Sobre el que llevó a cabo para “El chico del millón de dólares”, tan solo me limito a reseñarlo, pues ni mucho menos está a la altura de lo anteriormente citado.
McCarthy estructura su relato de manera precisa, sin descuidar en ningún momento lo sustancial de las pesquisas, atando los cabos de lo que verdaderamente importa. Valoro que no busque el amarillismo, el sensacionalismo, el efectismo. Y, aun así, el permanente pálpito no deja de fluir, es inevitable la transmisión de rabia, indignación, asco.
Sobre todo, destaco la “delicadeza” con la que cuenta un asunto tan terrible, el de esa inocencia cercenada, profanada; ese nuevo capítulo de lo más horrendo del ser humano, de la tortura, del abuso del más fuerte sobre el débil, muy débil y demasiado expuesto en este caso.
Y lo mismo me da que quienes cometan acciones tan repugnantes y crueles lleven “clergyman” o mono de obrero, lo que hace en este caso que la indignación sea mayor es la responsabilidad de aquellos que miraron a otro lado, de los que han mirado en otras ocasiones y en otros contextos. Y es que lo que está mal o lo despreciable, lo está lo realice Agamenón o su porquero. Una frase al respecto resulta de lo más contundente y retumbante: “Eres un niño pobre de una familia pobre y un cura te presta atención ¿Cómo le dices no a Dios?”. O estas otras dos, igualmente esclarecedoras: “Tenemos que centrarnos en la institución, no en los curas” y “Todo el mundo sabía que pasaba algo y nadie movió un dedo”.
Es rotunda, higiénica, enérgica, útil, sanadora, necesaria, incluso catártica. También constituye un justo homenaje a esos abnegados periodistas que con su esfuerzo, trabajo y compromiso dignificaron su profesión, esa misma que se ve sometida demasiadas veces al socaire de las fuerzas vivas, del que maneja la pasta. Cuando finalmente se consigue perder ese inevitable temor, se pueden alcanzar acciones que pueden dar sentido a toda una existencia. Es el caso.