Vaya por delante que “The Brutalist” en lo que a su saldo final se refiere me ha gustado bastante, quede eso claro. Y aunque ni mucho menos la considero la mejor película del siglo XXI, ni tan siquiera del mes y poquito que llevamos de 2025, distinción que otorgo compartida a esas dos sensacionales producciones de animación que son la letona “Flow, un mundo salvaje” y la australiana “Memorias de un caracol”, es una obra en algún instante magna, deslumbrante… con matices. Eso sí, puedo entender perfectamente que se le pueda atragantar a mucho personal (tanto entre los que están a favor como en contra, el mal sabor de boca que deja es inevitable), pues es oscura, desapacible, retorcida, perturbadora, sumamente inquietante, de una a veces impenetrabilidad que puede succionar, muy desasosegante (para que luego digan que los Oscars son melindrosos, azucarados). Igualmente, manifiesto rotundo que sus tres horas y media se me pasan rápido, no me pesan en ningún instante pese a algunos momentos chirriantes de su segundo tramo.
Lo que sí puedo asegurar es que no me extraña para nada el fuste o calado que destila, pues su brillante director (y actor, aunque no en esta ocasión… en dicha faceta les recomiendo sus apariciones en “Martha Marcy May Marlene”, “Oscura inocencia” o “Mientras seamos jóvenes”), el estadounidense Brady Corbet, ya había mostrado madera y buenas muestras de su talento en sus dos previos y primeros trabajos, “La infancia de un líder” y “Vox Lux: El premio de la fama”

En el que supone su tercer largometraje, que ha rodado con un presupuesto casi irrisorio -apenas diez millones de dólares- para lo que suelen los de las grandes compañías de la industria a la que pertenece, Corbet se ha esmerado y empleado a fondo. Pero se ha topado con lagunas, confusiones (el bello episodio de Carrara), pasajes abruptos (tal como lo son algunos saltos temporales ya avanzado el metraje), baches o arritmias achacables al guion original, también suyo y de Mona Fastvold. Y de la misma manera que deja claro lo admirablemente que filma, en esa otra segunda faceta, en la escritura, no raya a idéntica altura, cojea algo.
De ahí que, a una primera parte deslumbrante, con secuencias tan llamativas como ese inicio con la Estatua de la Libertad contemplada diferente (no preciso para no chafar nada), siga una segunda un tanto más irregular y con algunas zonas boscosas, no precisamente diáfanas.
Como línea de división y de pequeño respiro, se encontrarán con un intermedio a la antigua usanza a los noventa minutos aproximadamente, pues dura un total de tres horas y media, que se erige en un tajo respecto a esa mitad inicial monumental, grandiosa.
Y menos mal que en lo tocante a la profesión del protagonista, su epílogo ambientado en la Bienal de Venecia y a propósito de un familiar directo acaba resultando lo relativamente clarificadora que no había sido anteriormente. A propósito de esto último, a las cuestiones arquitectónicas, no puedo evitar evocar la para mí superior “El manantial” de King Vidor, un clasicazo de los cuarenta, incluida esa filosofía objetivista de la autora Ayn Rand en la que se inspirase y ese estilo que sí queda patente a lo largo de su metraje. O “Un extraño en mi vida”. Y podría poner varios ejemplos más, y eso sin meterme en las jeringonzas propias del gremio. Y es que no deja de sorprenderme que ante el protagonismo de un eminente miembro -ficticio en este caso- de la escuela Bauhaus se le saque tan poco jugo a ello.

Otra cuestión que considero estéril es su utilización de la Vistavisión, 70 mm, por aquello de que cuanto menos en España -salvo creo que alguna excepción zaragozana o barcelonesa- será imposible degustar.
En cambio, agradezco otras varias cuestiones. Por ejemplo, ese friso, ese trazo nada luminoso sobre el trato a los judíos por parte de ciertas élites en los Estados Unidos post Guerra Mundial. A lo que contribuye, supongo que intencionadamente, su estilo “feista” y mortecino. La ambientación va a tono. Y, sin duda, su banda sonora es destacable y acompasa.
Agradezco la presencia de Felicity Jones, como la esposa, pese a que su personaje no acabe teniendo una especial encarnadura, y Guy Pearce cumple como un tipo un tanto indefinido. Y aunque Adrien Brody comienza espectacularmente, y desconociendo en qué orden rodó sus escenas, se resiente de esa cierta deriva argumental a la que me he referido anteriormente. Yo se lo concedería este año al imponente Ralph Fiennes de la estupenda “Cónclave”, que me ha gustado más que esta y me parece todavía más impactante. Y tan marmórea como ese centro cívico de cuatro apartados que se va poniendo en pie a lo largo de la trama aquí expuesta. Dicho lo cual, no empaña su indudable valor y mérito.
Rodaje en Hungría, en poco más de treinta días, lo que da prueba de la eficacia y la destreza de su director.

Pese a lo expuesto, supongo que el Oscar principal se dilucidará entre esta propuesta y “Emilia Pérez”, aunque a falta de ver todavía dos títulos, la que prefiera sea “Anora” y la injustamente relegada -por tanto, no tiene opciones- y vituperada “Joker: Folie à deux”, de la que no me cabe la menor duda de que en muy poquito tiempo la modernidad la considerará ese término de “cult movie” que me genera antipatía. Al tiempo. Sin duda, la batuta de un osado -todavía más que Jacques Audiard, lo cual ya es decir- Tod Phillips se merecería todos los premios de este pasado año.
PD: Les remito a la -como siempre- formidable reseña que hace José Luis Garci en el impagable podcast que me descubrió mi querido amigo Isidro Cruz Villegas, “Cowboys de medianoche”, lo cual no conlleva o requiere estar de acuerdo al cien por cien con lo que vierten sus admirables contertulios, tal como sucede en la propia vida.
PD 2: En lo que ha supuesto este movimiento arquitectónico no me he metido por absoluto desconocimiento, que los críticos de cine sabemos mucho menos de lo que a veces podamos aparentar (al respecto San Google viene al rescate muchas veces).