“Stalag” es la abreviación de “stammlager”, palabra utilizada por los alemanes para referirse a los campos de prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. Nada que ver con los de concentración, pues en estos otros los soldados capturados recibían un trato mejor que el otorgado a los desdichados judíos de aquellos, al menos no eran gaseados.
De ahí el título original de “Traidor en el infierno”, o sea “Stalag 17”, que alberga una extraordinaria producción bélico-dramática-comediesca, dirigida por el genial Billy Wilder a comienzos de la década de los 50. Tal vez la mejor en su género, junto a la trepidante y animosa “La gran evasión” de John Sturges y la impecable y mítica “El puente sobre el río Kwai” de David Lean.
Basada en la obra teatral de dos escritores, Donald Beavan y Edmund Trzcinski, que sufrieran en sus propias carnes una buena parte de las penurias y calamidades expuestas, la grandeza de Wilder, que una vez más firmaría el guion en esta ocasión al alimón con Edwin Blum, es que a este excelente texto de partida (estrenado en Broadway tan solo dos años antes), añadiría de su cosecha un reconstituyente, y no entendido por algunos, sentido del humor. Más meritorio todavía al enclavarlo en un ambiente tan duro y terrible, tan poco dado a este tipo de registros o “veleidades” para algunos. Ello le confiere un extraño, atractivísimo y muy difícil de lograr tono tragicómico.
No se olvide tampoco, lo cual me parece aún más admirable por mostrar esta actitud o punto de vista en el justo momento de su gestación (1953, no mucho después de vivido lo expuesto), que fuera capaz de poner sonrisas en una historia que le tocaba demasiado cerca, pues había perdido a buena parte de su familia, a su madre sin ir más lejos, en el mismísimo Auschwitz.
Otro aspecto valorable, francamente destacable, porque además fue rociado de un talento inconmensurable, a prueba de cualquier cuestionamiento, es la humanización del monstruo, del nazismo, a través de las figuras de los personajes encarnados por el director Otto Preminger (comandante Von Scherbach, jefe del campo) y el casi inevitable Sig Ruman (el sargento Schultz).
Al fin y al cabo, no deja de constituir otro escalón más en ese permanente estudio sobre la condición humana que trató siempre en toda su obra, abordara el género que abordara o el ambiente que fuera.
Supuso su penúltimo trabajo para Paramount (ya estaba comprometido para su última aportación cuando así decidió, ni más ni menos que para la adorable “Sabrina”), debido a que los capitostes del estudio quisieron cambiar algunas escenas para que en Alemania no se sintieran ofendidos, decisión a la que el cineasta se negaría en redondo.
Y si hubiera que resumirla en momentos, abundantes, originales, brillantes, imposibles de olvidar, tendría que tirar de un flash a toda velocidad que diría algo así –un amable lector de Filmaffinity, de seudónimo Burton, me lo ha proporcionado- como: carreras de ratas, destilación de aguardiente, nudos en cables de bombillas sobre tableros de ajedrez, telescopio orientado hacia chicas rusas, representantes de la Convención de Ginebra, pelotas de pin pon años antes que Steve McQueen utilizara algo parecido (de tenis en su caso) y un personaje –y esta es una película fundamentalmente de ellos- emergiendo sobre todos… el cínico, egoísta, individualista sargento Sefton, encarnado magistralmente por William Holden. Constituye un personaje inusual, insólito hasta ese momento en la gran pantalla. Un héroe casi a su pesar, de lo más cuestionable. De ahí que el actor no estuviera muy receptivo inicialmente para interpretarlo, en un papel para el que inicialmente habían sido barajados Charlton Heston y Kirk Douglas (no me imagino tanto al primero como al segundo… aunque ambos quedarán siempre como dos fueras de serie).
Si lo haría formidablemente que Hollywood le recompensaría aquel año -1953- con el Oscar al mejor actor. Ya había trabajado con Wilder en la memorable “El crepúsculo de los dioses”, repetiría al año siguiente de esta que aquí me ocupa con la mencionada “Sabrina”, y años más tarde, en el que sería el penúltimo título del cineasta, “Fedora”, llevarían a cabo su postrera colaboración.
Está perfecto. Pero no menos lo están Don Taylor (futuro director de cine, de las muy entretenidas “La isla del doctor Moreau” o “El final de la cuenta atrás”, aquí el teniente James Schuyler Dunbar), Robert Strauss como el simpático enamorado de Betty Grable, el bufonesco Harvey Lembeck, el apuesto Peter Graves como el jefe de información del barracón, Neville Brand como el mal encarado y arrojado Duke y así un buen puñado de numerosos y grandes característicos más.
Atención a la funcional banda sonora de Frank Skinner. Y a las diversas variaciones de la célebre “When Johnny comes marching home again”, marcha antibelicista y de lo más pegadiza compuesto por Patrick Gilmore para el ejército de la Unión durante la Guerra de Secesión.
E importante, mucho más fundamental de lo valorada en su momento y reconocida años después, es esa voz en off que corre a cargo de Cooky (Gil Stratton Jr.). Vuelta a contemplar es más fácil darse cuenta de lo decisiva que es para conferir un determinado punto de vista al relato.
Impresionante resulta su clímax final repleto de tensión. Y ese concepto latente de peculiar patriotismo no tiene desperdicio alguno. Como no lo tiene tampoco ese permanente juego que se traen entre manos sus personajes sobre apariencias, realidades e imposturas.
No suele figurar entre los títulos más destacados de su autor, pero saben qué les digo… que es una OBRA MAESTRA indiscutible.