Es lo que me pasa con “Un paseo por las nubes” (“A walk in the clouds”), la incursión en el cine hollywoodiense del actor mejicano reconvertido en director Alfonso Arau, reciente en aquel momento todavía su clamoroso éxito de la adaptación de la popular novela de Laura Esquivel, la encantadora y justamente preciosista “Como agua para chocolate”.
Supuso para mí la primera película vista en mi primer desembarco en el siempre felicísimo, de gratísimo recuerdo y entrañable Festival de Cine de San Sebastián. Supuso una palmadita en el hombro por parte de uno de sus protagonistas, el mítico Anthony Quinn. Supuso un pase de prensa festivo en el vetusto Teatro Victoria Eugenia.
Supongo que la contemplé en estado catatónico. El caso es que la he vuelto a revisar después cinco o seis veces y en todas ellas, finalizada la misma, seguía asomándome una enorme sonrisa de satisfacción de oreja a oreja.
Pero vayamos a motivos igual de subjetivos, pero no tan espirituales… ¿Por qué me gusta tanto una película vituperada o desdeñada por tantos colegas y próceres intelectuales? Pues supongo que, como me sucede tantas veces, parte fundamental es ese desinhibido factor sentimental que muchas veces despliega ese cine norteamericano que tanto amo, que se lanza sin prejuicios ni complejos a mostrar sentimientos a flor de piel.
Tengo muy claro por qué me gusta. Porque me provoca gozo, porque es una historia de amor muy bonita, porque ya desde sus elegantes títulos de crédito ambientados por una igualmente elegante banda sonora del por entonces ya veterano Maurice Jarre me pone ya en situación.
Prosigo con lo que me arrebata: Porque me ganan el candor e ingenuidad que exponen Keanu Reeves y Aitana Sánchez Gijón, ese tono de cuento vitivinícola a lo “Mago de Oz” para adultos que imprime e impone Arau, porque su reparto me engancha (desde Giannini a los anteriormente citados), porque es un placer contemplar siempre al inmenso Quinn, aquí como un muñidor del amor, porque me encanta la secuencia de la serenata que protagoniza con Reeves y me encanta también la canción, porque tiene secuencias tan preciosas como la de la pisada de uvas o aquella del calentamiento nocturno de las cepas con alas de mariposas.
Y, en fin, podría seguir enumerando virtudes hasta el infinito y más allá. Pero ya está bien, espero que con esta serie de razones haya aclarado una parte de mi querencia por este -insisto- cuento de hadas envuelto en colores de chocolate y en sentimientos de mazapán.