Algún día espero que se haga adecuada justicia con el genial cineasta, al que han despachado muchas veces como mero artesano como si ello fuera un desdoro, que firma esta verdadera joya del Oeste. Me refiero a Henry Hathaway. Unas 60 (64 para ser exacto) películas le avalan, ni una floja o discreta que yo recuerde y aseguro haber visto la mayor parte de sus filmografía, con una puntuación media superior al notable, más bien tirando al sobresaliente, y con un número aplastante de obras maestras en su haber: “Tres lanceros bengalíes” (la favorita de José Antonio Primo de Rivera), “El príncipe Valiente”, “Niágara”, “Sueño de amor eterno”, “El camino del Pino Solitario” (la primera producción en technicolor en escenarios naturales utilizando el procedimiento tricromo), “Correo diplomático”, “El pastor de las colinas”, “Cuando muere el día”, “Lobos del Norte”, “Almas en el mar”, “Envuelto en la sombra”, “El beso de la muerte”, “A 23 pasos de Baker Street”, “Barreras de orgullo”, “Catorce horas”, “Johnny Apollo”, “Yo creo en ti”, “Rommel, el zorro del desierto”, “El fabuloso mundo del circo” o “El demonio del mar” entre otras muchas
En el terreno del western, son igualmente numerosos sus trabajos magistrales: la primera versión de “Valor de ley”, que puso en bandeja de plata a John Wayne su único Oscar, “Del infierno a Texas”, “El jardín del diablo”, “Alaska, tierra de oro”, “El póker de la muerte”, “Círculo de fuego”, “La conquista del Oeste” (suya es la firma de uno de los cinco segmentos de lo que está compuesta), “El correo del infierno”, la aquí reseñada o “Los cuatro hijos de Katie Elder”.

Precisamente entre esta última y “El último safari” (ésta de aventuras africanas como sugiere su título, pero en clave de cine del Oeste), rodó “Nevada Smith”, los tres son trabajos con una característica en común, hablan de un tiempo que se va, del ocaso físico, social y de una forma de vida. Aunque aclaro, no sea aquí ésta la cuestión fundamental, sino una postal de fono. Pero en este caso con una particularidad respecto a obras parecidas de otro genio del género, Sam Peckinpah, ofrecer un tratamiento límpido, resplandeciente, prístino, nada embarrado del mismo.
Todos ellas, eso sí, están contempladas desde una serenidad elegante, sobria, no especialmente crispada pese a sus formidables picachos violentos (aquí, entre otros momentos, esa pelea a dos en el establo o una estampida). Así se puede describir precisamente esta película, basada en el personaje creado por el fabricante de best sellers Harold Robbins para su exitazo escandaloso en su momento “Los insaciables”.
El mismo que viste y calza fue encarnado admirablemente por ese grandísimo actor llamado Steve McQueen, uno de los símbolos por excelencia, junto al propio Wayne, Mitchum, Widmark o Peck, de la virilidad masculina como tal, sin ninguna otra connotación. A través de ese rostro mineralizado, aparentemente imperturbable que le identificaba, que era una de sus marcas de fábrica, y su plausible sobriedad expresiva, matiza admirablemente la psicología, la evolución de este individuo que le cae en suerte, Max Sand, ese mestizo, ese pistolero ávido al que le corroe la venganza. Por eso su final resulta tan contundente y esclarecedor.
Aparte de mostrar sutilmente ese mundo en transformación, en crepúsculo, esta road-movie de fascinante fisicidad, agreste, de corte y confección clásica, constituye todo un tratado sobre la condición y dignidad humana, también sobre el odio y sobre la maldad que podemos llevar dentro de nosotros.

Da gusto ver la modélica limpieza y claridad narrativa con la que Hathaway despacha esto. Su duración no es breve precisamente, 128 minutos, pero podría haber sido el triple y seguro que me hubiera tenido igualmente enganchado a la pantalla. Porque este formidable profesional sabía un rato largo de cine y de contar historias. E igualmente, sabía integrarlas de manera armónica y natural en grandes espacios naturales. Y eso que luego arrastraba justificada fama en lo personal, o al menos en los rodajes, de individuo antipático. Pero a un artista le pido talento, no necesariamente simpatía.
Añadan un extraordinario trabajo fotográfico del gran Lucien Ballard en exteriores de tierras secas, aguas cristalinas y cumbres nevadas, una partitura musical de Alfred Newman de idéntico nivel y un reparto de característicos de quitarse verdaderamente el sombrero, como Brian Keith, Karl Malden, Arthur Kennedy, Suzanne Pleshette (una de mis debilidades de siempre, maravillosa actriz y mujer), Raf Vallone (como un recordable fraile), Martin Landau… y tienen como resultado una película de esas que no se olvidan y que jamás me canso de ver.
Una auténtica gozada.