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Cine

‘Verano del 42’

Sin dudarlo, cada vez que tengo que elegir una película sobe la época más luminosa y calurosa del año, me suele venir automáticamente a la cabeza “Verano del 42

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Una imagen de la película
José Luis Vázquez / CIUDAD REAL
Transcurre en el verano de 1942, en una isla –Nantucket, según el original literario- situada enfrente de la costa noroeste de Estados Unidos, para ser más preciso en el “estado de las bahías”, en Massachusetts, Nueva Inglaterra. Han pasado ya unos meses del bombardeo de Pearl Harbor y de la entrada en la segunda gran contienda mundial del país de las florecientes barras y estrellas… todavía en ese momento con cuarenta y ocho de estas últimas en vez de las que en menos de seis años serían definitivamente cincuenta.  

En esa fecha, en ese lugar y en esa estación transcurre uno de los más bellos poemas fílmicos rodados jamás sobre las turbulencias de la adolescencia, al que la envolvente, maravillosa y evocadora música de Michel Legrand (el tema The summer knows fue Oscar a la mejor banda sonora original) nos acerca, nos pone ya en situación desde los primeros compases, desde los mismísimos títulos de crédito.

Sin dudarlo, cada vez que tengo que elegir una película sobe la época más luminosa y calurosa del año, me suele venir automáticamente a la cabeza “Verano del 42”. Y conste que también suelen acudir a mi memoria otras muchas más: “En una isla tranquila al sur”, “Locuras de verano”, “The sandlot”, “Cuenta conmigo”, “Vacacione en Roma”, “El largo y cálido verano”, “Mi chica”, “Los Goonies”, “Mamma mia”, “Cuento de verano”, “Dirty dancing”, “Verano 1993”, “Nuestro último verano en Escocia”, “Call me by your name”, “Adventureland”, “El talento de Mr. Ripley”, “Moonrise kingdom”, “Un verano con Mónica”, “Los reyes del verano”, “Dos en la carretera”, “Lilo & Stitch”, “Mi verano de amor”, “Las señoritas de Rochefort”, “Movida del 76”, etc..

Tal vez porque en la misma se encuentra presente en todo momento, de manera delicada y precisa, esa luz, esas costumbres, esa desinhibición e incluso si me apuran ese olor salino propio de esa época del año.

Además, me resulta inevitable la identificación con sus tres protagonistas, con Hermie (Gary Grimes, el propio Mulligan le presta su voz en sus reminiscencias adultas, algo que se puede apreciar en la versión original), con Oscy (Jerry Houser) y con Benji (Oliver Conant), ese amigo extraño de la pubertad que todos hemos tenido o sido.

Y no la he visto demasiadas veces para lo que suelo hacer con las obras de mi corazón, pero sus poderosas imágenes, sus sonidos, también sus silencios, se instalaron definitivamente a fuego lento en mis retinas en aquel primer visionado en televisión a comienzos de los 80. Recuerdo ese cuerpo estremecido de Hermie al contemplar a la preciosa y algo mayor para él Jennifer O´Neill, recuerdo la desolación de esta mujer cuando le comunican una trágica noticia y el abrazo en el que se funde con el adolescente, la de la simpática camaradería compartida con quienes están despertando a lo mismo que cualquier chaval, esos primeros picores de la líbido, ese primer encuentro sexual, el desamparo del primer amor, esa primera compra de preservativos en una farmacia, ese tono melancólico y nostálgico que la recorre, que la baña de principio a fin.

Supongo que el período estival aquí propuesto, dentro de unos parámetros realistas, aunque filtrados por un tamiz idealizado, tal vez sea el que bastantes han experimentado o el que otros hubiéramos deseado que fuera así. Supongo que, de una manera u otra, todos lo hemos vivido, o nos podemos ver reflejados, aunque por momentos sólo haya sido en sueños o deseos.

Sin duda, la melancolía es una de las cualidades más evidentes del magistral e hiper sensible director norteamericano Robert Mulligan. Aunque solo fuera por este trabajo y especialmente por el de la muy terrenal, pero divina “Matar a un ruiseñor”, ya merecería un lugar de lo más elevado de los anales del Séptimo Arte. Siempre que tengo ocasión proclamo que es el cineasta por excelencia del estío. A estos dos ineludibles referentes, hay que sumar la verdaderamente delicada y preciosa “Verano en Lousiana”, tan sólo unos ligeros milímetros por detrás en lo que a reconocimiento artístico se refiere, pero cuidado, todo un título a reivindicar. También fue el responsable de las extraordinarias “La noche de los gigantes”, “El otro” (sugerente terror psicológico de primerísima división) o “Amores con un extraño” entre otras delicatessen más.

Esa melancolía mencionada impregna la amistad entre esos tres mozalbetes que están despertando al mundo, a las sensaciones más gratas y excitantes que ésta ofrece, también al dolor más imprevisto, a la pérdida, a la despedida, es otro de los estandartes de un argumento basado en la novela, en las memorias más bien, de Herman Raucher. Ancladas en un verano que pasó en el mismo año y en la misma isla, cuando tenía tan sólo 14 años de edad.

Todo en ella, al menos en lo fundamental, parece a ajustarse a hechos vividos por el autor, quien pensó inicialmente que esta historia fuera un homenaje a su amigo Oscar “Oscy” Seltzer, médico del ejército fallecido en la Guerra de Corea. Para ello se concentró en la primera experiencia en su vida, aquella en la que aparece una mujer todavía joven pero curtida, también llamada Dorothy, con la que experimentaría su primera relación sexual. Esa despedida por carta plasmada habría supuesto su último contacto, hasta que, tras el estreno del film en 1971, recibió varias cartas de mujeres afirmando ser ella, hasta que concretamente en una, debido a su caligrafía y una serie de detalles, reconoció a la auténtica. Le contaba que había vivido durante muchos años con remordimientos por si le había traumatizado, que se alegraba de saber que se encontraba bien y que era mejor no volver a remover el pasado.

Esa anécdota real es aquí clausurada con un triste y bonito epílogo a la vez, a tono con este relato de iniciación, luz y vida que nos regalaría Mulligan a perpetuidad y que muchos no olvidaremos jamás… como aquel inolvidable verano de 1942.

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