Mi película de amor favorita de todos los tiempos es “Jennie” o “Retrato de Jennie” si aludo a su enunciado original. Es la historia de un pintor fracasado y la hija de unos trapecistas que se encuentran a través de un agujero temporal o váyase a saber por qué gracioso capricho del destino.
Su tono febril y desaforadamente romántico me ha marcado definitivamente desde su descubrimiento con poco más de 15 años hasta la actualidad, en la que ya soy un veterano y superviviente de variadas escaramuzas de índole diversa.
Y tal vez se pregunten, o no conociendo mi facilidad para la dispersión o para irme por los cerros de Úbeda, la razón de este inicio para hablar de una tradicional obra de “anime”.
Tiene una fácil explicación. Esta es también una emotiva historia de esa víscera que nos impulsa a extraer lo mejor de nosotros mismos dentro también de parámetros fantásticos. De eso que, en Japón, el país originario, se conoce como leyenda del hilo rojo. Esa que describe que las personas que están predispuestas a encontrarse o conocerse están unidas por unos hilos de dicho color, que ni se desgastarán ni se romperán ni con el tiempo ni la distancia.
La misma que envuelve a los jóvenes protagonistas, Taki y Mitsuha. Para disfrutarla en toda su salsa es conveniente que tengan presente dos aspectos cuando se acerquen a verla. Que presten la adecuada atención, pues la historia está confeccionada casi como un puzzle. Y que no se hagan excesivas preguntas, pues además tal vez no obtengan una respuesta rotunda, dados esos mecanismos fantasiosos puestos en liza. En cualquier caso, no deja de dar juego y tener su miga ese intercambio de cuerpos producto de los sueños.
Detrás de esto figura el que llevan un tiempo proclamando (a mí esto de los nuevos relevos apenas me suele importar) como el nuevo Hayao Miyazaki, el también compatriota Makoto Shinkai (es su quinto largometraje tras los brillantes “El lugar que nos prometimos”, “5 centímetros por segundo”, “Viaje a Agartha” y “El jardín de las palabras”), cineasta de carácter quizá aún más universal y retratista de un mundo más humanizado de lo que sea aquel, que trenza su obra en 3 actos.

El primero tiene gracia, es divertido, genera incertidumbre. El segundo es melancólico, incluso amenazador a la hora de mostrar el drama, va resultando paulatinamente más inquietante y un poco más esclarecedor. Y el tercero, en el que se juntan todas las piezas aparentemente sueltas, en el que resuelve el misterio, es francamente deslumbrante, acaba constituyendo un continuo fogonazo de luz y color. De hecho, la utilización, la exploración de estos dos elementos acaba resultando uno de los hitos de una película que acumula unos cuantos.
Otro de ellos, este a nivel más anecdótico y crematístico, es el de haber supuesto el título más taquillero dentro de estos parámetros en el país del Sol Naciente y a nivel internacional, con una recaudación de más de 400 millones de dólares (la última cifra de la que tuve constancia). En total, el tercero que por aquellos pagos asiáticos que ha atraído a más espectadores en toda su historia, tras “Titanic” y “Frozen”, y superando al mítico y oscarizado “El viaje de Chihiro.
Y con ser eso importante, sobre todo para los bolsillos de quienes gestaron esta delicia, su gran aportación es la grandeza de lo obtenido. La maestría con la que están trazados tanto el mundo de la capital, de Tokio, como el más rural. O la confrontación entre mundos analógicos y digitales, entre la parte más tradicional del país asiático en contraste con la más moderna o las diferentes percepciones femenina y masculina.
La constatación, además, de cómo con un meteorito, una adolescente de pueblo, un chico de ciudad, el crepúsculo, sin recurrir a truculencia alguna, tirando de imágenes prístinas y de enorme belleza, se puede construir un universo que parte de un sustrato de realidad para alcanzar la más pura ensoñación en lo emocional.
También constituye un exponente de admirable pulsión romántica, de preciso guion (pese a que en el tramo de las explicaciones no sería extraño que se despistaran) y una oportunamente insertada banda sonora compuesta por temas de Radwimps.
Añadan de gratificante propina y feliz culminación una preciosa escena final.
Muy recomendable a todo tipo de espectadores, de todo tipo y condición, pues cualquiera puede encontrar códigos, claves y guiños con los que poder empatizar.
¿Nos conocemos?