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29 marzo 2024
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      Medalla de la Corporación Municipal a la Hermandad del Santísimo Cristo del Perdón y de las Aguas por el 425 aniversario de su fundación / Elena Rosa
      • La Presentación / C. Moreno
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      El alcalde, saludando a una participante en la desgustación de torrijas
      Laura Macías, de Miami Gastro, con el taco de bacalao tártara y los postres de torrija y tarta de arroz con leche / A. R.
      Los fieles acudieron a orar al Nazareno / Elena Rosa
      • Oración y Juicio de Cristo / F.Navarro
      • Oración y Juicio de Cristo / F.Navarro
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      Imagen de archivo del juego de 'Las caras' de Calzada de Calatrava / Vox
      Ricardo Chamorro, Milagros Calahorra y Emilia Martín, hermano mayor de la Flagelación
      • Cofrades y fieles en el templo / J. M. B.
      • LA Virgen del Mayor Dolor / J. M. B.
      • El Cristo estaba preparado /J. M. B.
      • Se realizó el Viacucis en el templo / J. M. B.
      Los hermanos acudieron a San Pedro en un viernes por la mañana lluvioso 7 Elena Rosa
      Los fieles acudieron a orar al Nazareno / Elena Rosa
      El Guardapasos se llenó de fieles este Jueves Santo / Elena Rosa
      La Hermandad de la flagelación tampoco pudo salir en procesión / Elena Rosa
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Una resituación de William Gass

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William Gass en 1969 / Biblioteca de la Universidad Washington, Departamento de Colecciones Especiales
César Muñoz Guerrero
Siento una ligera satisfacción al saber que ahora Gass es tan tenue como el aire. Sé que su alma ya pesa poco y que por fin se ha convertido en obra despierta

El escritor William Gass ha fallecido en San Luis. Solo unos apuntes que alumbren la particular relación que ha mantenido España con el narrador de Dakota. En el fondo, siento una ligera satisfacción al saber que ahora Gass es tan tenue como el aire. Sé que su alma ya pesa poco y que por fin se ha convertido en obra despierta. Todo lo que permanece de él tiene forma de papel impreso y eso es como decir que casi todo en él está vivo. El cuerpo es lo que menos importa al lado de los anaqueles de los comercios, pequeños y grandes, que es a fin de cuentas donde se encuentran provocador y provocado, porque un literato siempre quiere provocar un acercamiento y un lector siempre quiere ser provocado para sentirse tal —más aún en esta era del inerte libro electrónico.

Me veo hace unos días, en un quiosco de la Gran Vía madrileña. Compro un periódico americano donde leo que Gass ha muerto. Mi cabeza vuelve a la biblioteca del Gasset, que se convirtió para mí en una borgiana sucursal de Babel en miniatura. No sé si fue una casualidad o “ese libro infinito” que “es Dios” lo que hizo que un día, encima de una balda, estuviera un texto genial. Que su autor ya no exista lo convierte casi en infalible ante mis ojos. Si cada uno de nosotros es poseedor de una de las infinitas caras que el eterno viajero del cuento de Borges muestra a lo largo del tiempo interminable, yo atravesé en ese momento lúcido la biblioteca en dirección a ese estante. Pienso en las eventualidades que tuvieron que producirse para que el habitante de un pueblo cualquiera pudiese dar con él en una biblioteca local.

En vísperas de la Nochebuena de 1982, una sucinta nota de El País informó que “José María Guelbenzu, de 38 años, ha sido nombrado nuevo director literario de la editorial Alfaguara”. Esos polvos trajeron unos lodos que remolcaron en su corriente títulos que más que literarios parecían nobiliarios. De repente, la concurrencia española vio desembarcar en las tiendas al futuro nobel Coetzee, los Tres senderos hacia el lago de Ingeborg Bachmann o a novelistas africanos como Achebe, Soyinka o Kourouma. La coartada, siempre la misma: esas sofisticadas portadas moradas con lomos grises, diseñadas por el artista gráfico Enric Satué.

A resguardo del aluvión de datos, pido a Guelbenzu que me dé explicaciones sobre el funcionamiento de Alfaguara en aquel tiempo. “Nos fijábamos en autores para divulgar su obra completa, no una selección. Cada colección tenía sus asesores, como era el caso de Ana Antón-Pacheco, que se ocupaba de la lengua inglesa. Conscientes de la complejidad de Gass, decidimos incorporarlo. Creo que [William] Gaddis y él destacan entre los que estuvieron entre la generación de Bellow y Malamud y los posmodernos”. (En efecto, publicaron una versión de Los reconocimientos de Gaddis en 1987.) El mítico editor desarma los mecanismos concretos de Gass, que “aplicó al texto un tratamiento extraño en lo tocante al pensamiento y sus estructuras. Era un intelectual respetado pero desconocido, que veía el sentido de la existencia en la dedicación a su labor. Así lo prueban sus soberbios ensayos sobre vida y literatura”.

Tanto informe previo terminó con la contratación de los derechos de En el corazón del corazón del país, que salió en 1985, y Omensetter’s luck, que se varó en el dique seco —las páginas de cortesía de la primera la señalaban como tomo “en preparación”. Adquiridos los permisos, el primer paso fue la traslación del inglés al castellano. Ahí entra en juego Ana Antón-Pacheco, de quien Guelbenzu afirma que “fue una profesional valiente que partió de cero, sin apoyos ni referencias, pues era la primera traductora de Gass a nuestro idioma”.

Ella tiene el recuerdo de un proceso interesante y grato: “la primera ficción que leí de Gass fue el relato titulado En el corazón del corazón del país. Me gustó mucho. A él lo conocí un verano que viajé a los Estados Unidos. De aspecto físico era bajito, parecido a Mickey Rooney. Cuando quedamos en el aeropuerto me dijo que esperaría en la antesala leyendo algo suyo, como si fuera fácil confundirle. Cenamos con su mujer. La sobremesa fue una conversación literaria que se explayó hasta las tres de la mañana. Hablaba con fervor de Dickens y del resto de clásicos estadounidenses y rusos del XIX. Volvimos a vernos con motivo de un congreso universitario sobre literatura norteamericana. Mantuvimos el contacto mucho tiempo”. Su tarea llegó a oídos del mexicano Carlos Fuentes, amigo de Gass e invitado en su universidad, que opinó que aquel esfuerzo había dado un “magnífico” resultado.

Ya tengo otra vez en las manos esa leña de esqueje, ese árbol transformado en celulosa virgen, prensada y modelada para llegar a las manos del público de los años ochenta. Leo dos citas: una de Jaime Salinas en sus memorias El oficio de editor, donde dice que en Alfaguara, entre 1977 y 1982, “los libros estaban divididos en tres categorías: las tiradas de 1500 ejemplares, las de 5000 y en casos excepcionales las de 10000”, según la previsión de ventas; y otra de la Unión Internacional de Editores, que testimoniaba que en mayo de 1985 “España encabeza la lista de los países europeos menos aficionados a los libros, con un 63% de sus ciudadanos que en 1978 declaró no leer nunca”. Contando con que aquel ordenamiento no debió variar mucho, tengo la ligera sospecha de que este debió de ser de los de 1500.

Como explicó Vicente Molina Foix en 2008, aquí Gass “se empezó a publicar pronto, en la Alfaguara de Jaime Salinas [sic], y después, me parece, se desvaneció entre nosotros”. Hoy han pasado 32 años de aquella doble oportunidad primigenia: por un lado, la que fue concedida a Gass para que los lectores lo juzgasen; y por otro, la que se ofreció a unos españoles desacostumbrados a tener al alcance cuentos de semejante calidad. Hasta hace nada, encontrar una copia era sinónimo de recorrer puestos virtuales de baratijas y comercios infames.

Pero el cartero siempre llama dos veces: en 2016, los inversores Agustín Márquez, Pedro Garrido y Bárbara Pérez de Espinosa fundaron la editorial La Navaja Suiza. De sus cuatro primeros lanzamientos, dos son traducciones inéditas (En el corazón del corazón del país y Sobre lo azul) de William Gass. Garrido indica que “es el emblema de la casa y seguiremos prestando atención a sus textos, porque tienen que estar disponibles. No esperamos problemas para continuar publicándolos. Su familia sabe que tenemos intención de ocuparnos de su legado”. Ante semejante resolución, me hago con los libros de La Navaja. La impresión, en cuarto mayor —estándar en los tiempos actuales según los editores. Un diseño consensuado que firma Laura Moreno. Tipografía para una lectura correcta. En las guardas del primero de ellos aparece un desdibujado retrato a lápiz de Gass.

Mientras evoco mi primera lectura de Gass voy tejiendo recuerdos. Un librero del ramo me dijo que títulos como ese los publican empresarios “sibaritas, con tiradas que circundan el millar de ejemplares” (en la línea de las declaraciones anteriores de Jaime Salinas) y los adquieren compradores que “buscan algo concreto y que además gustan de lecturas ajenas al interés general. Cuando llega algo de Robert Coover, otro escritor posmoderno que publicó Anagrama, se agota enseguida aunque tampoco esté muy solicitado. A ambos les pasó igual: no tuvieron éxito. De haberlo tenido, sus editoriales no habrían puesto trabas a su reedición. De hecho, casi nada de lo que publicó Alfaguara en aquella etapa [1977-1989] tuvo segunda edición”. Esta circunstancia la achaca al tipo de cliente que buscaba, más curioso y arriesgado. Confirma la tendencia a las tiradas cortas que tienen los editores de ahora, que tantean más el terreno, con lo que también quedan otras tantas reediciones frustradas “por la escasa rentabilidad que conllevaría, sin ir más lejos, revisar los contratos y las traducciones”. La Navaja Suiza encaja en el perfil de editorial nueva, orgullosa de rescatar cosas que merecen la pena y que mira menos el beneficio que una multinacional. El formato cuidado y la selección, hasta ahora exigente, respaldan los comienzos de los atrevidos inversores. Aquel librero me apuntó que le daban la “impresión de buscar una senda similar a la de Impedimenta o Acantilado”.

En el corazón del corazón del país ha sido el primero de los dos volúmenes que La Navaja Suiza ha puesto a la venta. Consta de cinco narraciones. Como mínimo tres hablan de las nimias vidas de incorregibles mirones. La señora Ruin —un carácter que no ejerce de narrador y ni siquiera responde a ese nombre— es la primera, pero el personaje más entrañable resulta ser la chica de El orden de los insectos, los cuales pasan de infundirle asco a provocarle una obsesión. La joven dueña de casa se hace con una guía, consulta una enciclopedia. Los captura y convierte en el centro de su realidad. La espiral de soledad en que vive, pues su consorte flota en la ausencia durante toda la trama, provoca que termine sintiendo una atracción instintiva casi sexual (“este sentimiento, bello y aterrador, que al fin me poseía”) hacia la compañía de los bichos.

La nota impactante la pone el señor que habita En el corazón del corazón del país: un “jubilado del amor”, como él mismo se define, que se encuentra “en la ridícula situación de conservar los restos de un amor que me gustaría olvidar”. Pervive entre el cableado eléctrico, su vecino Billy recortando el césped de su jardín o las incursiones que su gato realiza en las visitas de la señora Desmond, quien padece de una egolatría propia de la diva del filme Sunset Boulevard. Las conversaciones ajenas y las listas de las pequeñas y medianas empresas de la ciudad dan paso a una melancolía que agrandan la edad y el aislamiento geográfico: “soñé que mis labios bajaban a la deriva por tu espalda como una barca en el río. Seguiría el curso de una vena con la yema de los dedos, sostendría tus pies descalzos entre mis manos desnudas”.

Fuera del catálogo de voyeurs quedarían Carámbanos y El chico de Pedersen. En esta última, una paranoia soberbia y claustrofóbica, la nieve cae sobre unos personajes cuyos sentimientos son de todo menos pacíficos. Jorge, el protagonista, encuentra un recién nacido en su rancho. La familia lo relaciona con el vecino más cercano —lo que, en el campo estadounidense, significa que reside a bastantes millas de distancia. Los ademanes de la violencia y el alcohol sacuden a unos personajes que, en pleno enfrentamiento con la congelación, emprenden la búsqueda del padre por las fincas del entorno.

En el corazón del corazón del país. William Gass. Traducción de Rebeca García Nieto. La Navaja Suiza. Madrid. 2016. 280 páginas. 20 euros.

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