Como hace ya años que me llevo perdiendo en la mayoría de los nuevos términos o conceptos, mayoritariamente anglosajones, que mis jóvenes colegas suelen utilizar, trataré de sintetizar tanta nueva tendencia y denominación trasplantada que hayan podido leer por diversos medios. Lo resumiré en una definición de dos palabras, una un anglicismo: estética “steampunk”. Hablando en plata, éste es un movimiento derivado de la ciencia-ficción caracterizado por el retrofuturismo, es decir, elementos y ambientación del pasado presentados bajo un barniz o diseño de lo que pudiera venir. Está más o menos expresado, que igual les he confundido aún más, aunque no les quepa la menor duda que he hecho lo que he podido.
De alguna manera, tal como sucede cíclicamente, aproximadamente cada veinte años, se trata de volver a expedir los mitos del cine terrorífico bajo envoltorios formales del inmediato presente. “Drácula” fue el primero en salir a la palestra en esta década de los diez del siglo XXI y ahora le ha tocado al moderno Prometeo. Les aseguro que intento no ser excesivamente purista ni talibán respecto a las nuevas versiones, pero algún resorte interior me impide conectar en muchas ocasiones con estas reescrituras, relecturas o como prefieran definir.
Lo que sí observo es un cruce aparatoso y no conseguido de la magnífica serie “Sherlock Holmes” y del cine de Guy Ritchie (que también ha llevado a la gran pantalla al célebre detective del 221B de Baker Street en dos trepidantes entregas), principalmente en su comienzo de barraca de feria. Y precisamente circense es el tono en el que ha sido envuelta esta reinstaurada historia.
Inclusive en algún momento –ojalá hubiera sido así- parece que va a adoptar el tono paródico de la magistral y desternillante “El jovencito Frankenstein”, en concreto, la escena referida a la presentación ante la chica del nombre y apellido de Igor y Frankenstein.
Tal vez en lo que sean más advertibles las intenciones de sus responsables por desmarcarse del original, sea en algunos apuntes del guion de Max Landis, hijo del -en sus inicios- gran John (“Desmadre a la americana”, “Granujas a todo ritmo”, “Entre pillos anda el juego”, “Cuando llega la noche”). Como esa descripción del célebre “mad doctor”, al cual recubren de traumas, vulnerabilidad y un interesante pero no apurado toque visionario, para mí más patente en esa perorata sobre la utilización de óvulos femeninos más que en la propia resucitación. Al respecto, hay un momento hacia el final, esa caricia del creador al monstruo que muestra cierta distinción. Un momento fugaz dentro de un conjunto en el que la inverosimilitud es moneda corriente y también cierto ritmo hiperventilado, aunque no tan desmadrado como inicialmente podría sugerir.
También esa intención de conferirle un protagonismo especial al citado Igor como hombre elefante jorobado, también me parece un buen esbozo de algo que luego se desvanece durante el desarrollo, pasando a resultar un apunte convencional. Además, Daniel Radcliffe con cara de pasmo permanente, no contribuye precisamente a mi incondicionalidad.
Me gusta, en cambio, Jessica Brown, una joven -26 años- actriz inglesa, de gran belleza, que ha reculado en actriz tras frustrarse su carrera de bailarina por una severa lesión de tobillos. Algo muy parecido a lo que le sucedió a mi eternamente adorada Audrey Hepburn.
James McAvoy, siempre eficaz intérprete, hace lo que puede con su desmelenado personaje del barón, denominación aquí no remarcada. Siempre resultan un soplo de aire fresco los encuentros con el excelente “secundario” británico Charles Dance, en los últimos tiempos de su carrera especializado en padres severos, inteligentes. Échenle si no un vistazo a su presencia en “Juego de tronos” (Tywin Lannister).
Supondría el séptimo largometraje del director Paul McGuigan, el cual rara vez me suele convencer –ahí está como ejemplo de ello su a priori interesante pero fallido “El misterio de Wells”- y del que destacaría por muy encima de todos sus trabajos, el ingenioso y muy atractivo thriller “El caso Slevin”.
Como indicaba al principio de esta reseña, al menos no es tan catastrófica como prejuiciosamente podía en principio esperar. Ni mucho menos es de lo peor visto en los últimos años respecto a adaptaciones de mitos terroríficos, “distinción” que correspondería a su reciente antecesora “Yo, Frankenstein” o, sobre todo, a la verdaderamente inaguantable “Abraham Lincoln, cazador de vampiros” de uno de los directores más insoportables de las últimas décadas, el kazajo de apellidos casi impronunciable Timur Bekmambetov).
Desechable, de ver una vez y olvidar al instante.