Hela aquí:
“Mañana de primavera, fresca y soleada.
La cámara enfoca al sol, mientras oímos las voces de tres o cuatro chavales en bicicleta.
El movimiento de la cámara nos aleja del sol para ir a un primer plano de un chico de unos doce años, que se lleva la mano a la cara al tiempo que grita:
– Tapaos las narices, que llega el pestuzo.
El plano se abre. Cinco chavales en sus bicis y, de un lado, un vertedero. Recorrido por algunas inmundicias y oímos un golpe.
Uno de los chicos ha caído, del lado contrario del vertedero, donde hay una laguna.
Con la cámara a ras de suelo, le vemos quejarse mientras se acercan las piernas de sus amigos y se escucha el guirigay de las aves acuáticas.
-¿Te has hecho daño? Levántate, que aquí no hay quien pare con este olor.
– Me duele la muñeca.
-Vamos, anda.
-No seas mariquita.
-A ver cuándo aprendes a montar, mochuelo.
Uno de ellos levanta la bici y echa a andar. Siguen bromeando con el olor (“No os tiréis pedos”, “Seguro que ha sido Marciano, que es el que peor come”…).
-Mierda.
La bici choca con un bulto, la cámara se queda en los rostros de los chicos paralizados por el pánico. Del bulto, lleno de barro, asoma una mano,
Es un cadáver. Uno de los muchachos, el más grande, se acerca y con la pierna le da la vuelta.
Hasta ahora no ha habido música. Estalla en este momento, punzante. Entre el barro se deja ver la cara de un niño, de unos cuatro o cinco años. En el centro del estómago, un boquete, grande, un agujero. La cámara se acerca y entra en él. Flashes, confusos, bocas, sangre… Fundido a negro.
Se enciende una luz de bombilla, que lo deja todo a oscuras, excepto el rostro de uno de los chicos. Está declarando.
– No lo habíamos visto nunca.
Se apaga la luz, se enciende; otro crío, otra frase; se apaga la luz… hasta completar los cinco.
Fundido a negro y el título, blanco aséptico.–
CREER
Un charco. Un zapato limpio, brillante, que lo pisa.
-Copón- oímos, y la cámara sube para descubrir al inspector Ruipérez: mediana estatura, bigote, sombrero y abrigo gris. Unos cuarenta años. Le vemos pasar y la cámara se queda con su acompañante, un policía de uniforme, que sonríe con mala leche ante la metedura de pata. De espaldas, les seguimos a la iglesia. Entramos. El cura, mal afeitado, gordo, está acabando el responso. Un pequeño ataúd, en el centro. En los bancos, algunos niños y viejas dispersos, un par de los chavales de la bici, asustados, dos o tres individuos trajeados y en el primer banco, a la izquierda, separadas, dos mujeres, bellas pero fieras.
Al acabar, Ruipérez se acerca al cura. La gente remolonea, queriendo oír. El policía le tiende la mano y se presenta, al párroco y al espectador:
– Inspector Ruipérez. ¿Puedo hablar con usted?
– Claro, claro.
El cura habla atropelladamente, con un deje ligeramente gallego o leonés.
– ¿Qué le parece, padre?
– Pobre chiquillo. Un horror, un horror…
– Aún no lo hemos identificado. Supongo que nadie le ha dicho nada, que no puede usted ayudarnos.
– Verá, yo apenas llevo un año aquí. Estas gentes no confían todavía en mí, pero no se lo reprocho. En estos tiempos, la desconfianza es lo normal. Creo que no es del pueblo ni por aquí cerca. Si acaso de alguna finca. No sé qué decirle.
– ¿Había visto algo parecido antes?
– Usted y yo tenemos edad para haber luchado en la Guerra, No le voy a preguntar por ello y le ruego que no lo haga usted. Sabemos, me parece, hasta dónde llegan los hombres. Por eso precisamos el refugio de Dios.
– Gracias, padre. Si se entera de algo, si tiene alguna idea, llame a comisaría y pregunte por mí.
Ruipérez se marcha cuando el cura le dice:
– Inspector…Hágame caso: fueron los perros. Hay muchos por los caminos, hambrientos. Con un hombre no se atreven, pero un niño, débil, cansado… Fueron los perros…
. . .
Fuera, el policía uniformado se acerca al inspector y le dice:
– Señor, tengo que ir al retrete. ¿Por qué no aprovechamos y nos echamos un chato?
– Venga.
Ruipérez y el policía entran en una taberna, oscura, con muy pocos clientes. Piden dos vinos. Mientras el uniformado va al servicio, el inspector bebe y pone cara de asco.
Al poco tiempo, entra un policía local y se dirige al inspector.
– Cabo Téllez, inspector. ¿Puedo ayudarle en algo?
Es bajito, moreno, fibroso. Hace un gesto para que le pongan un vino. Regresa el uniformado.
– Precisamente, íbamos a buscarle. ¿Nos sentamos?
Eligen la mesa que parece más discreta. Por supuesto, no lo suficiente como para huir de las miradas de los parroquianos.
– Es la primera vez que sucede algo así. Es un pueblo tranquilo, con sus riñas, alguna que otra salvajada, ya me entiende usted: a uno le pueden matar por una linde y se comprende, pero esto… esto no se comprende.
– ¿Qué me dice del niño?
– Ni dios lo conoce. Hemos preguntado por todas partes, aunque no hacía falta, porque si nosotros no lo conocemos…pero el niño no es de aquí o lo han tenido metido en un agujero hasta ahora y lo han sacado para matarlo.
– ¿Y es eso posible?
– Pues lo discutíamos ayer mismo. Si no tiene padre, puede ser, sí. No sería mala explicación. También pudieran haberlo matado en cualquier otro sitio y lo hubieran echado aquí, ¿no?
– ¿Y los chavales que lo encontraron?
– Psss. Normales.
Pausa.
No duermo desde hace tres días. Cada vez que pego los ojos, le veo, con los puños apretados y con el pánico como pintado en la cara, como si se hubiera llevado una sorpresa de las gordas… y la ropa…No sé qué tiene la ropa, que se la hace a uno. A los dos días de ponerse un pantalón, ya tiene la forma de su culo, ¿se ha dado cuenta? La del niño no es suya. Se me eriza la piel cuando pienso que lo vistieron para matarlo. No tenía nada en los bolsillos, ni un palito, ni una piedra… Nada.
Pausa.
– Por las noches, me enseña las muñecas. En el informe le pusimos que las marcas eran como de alambre de espino, pero cuando le veo por las noches son crucecitas pequeñas. ¿Qué les ha dicho el forense?
– Nada aún, más allá de cuatro vaguedades. Nos vamos ahora a Ciudad Real, a la hora del almuerzo tendremos su informe. Si quiere, le llamo y le cuento. Les necesito. Ustedes conocen bien esto y nosotros estaríamos perdidos.
El cabo se levanta, sin decir nada más y al pasar por la barra paga las consumiciones.
…
Un despacho blanco, vulgar; una foto de una mujer y dos niñas, vulgares. Ruipérez parece aislado, siguiendo un ritual. Puede enlazar clips o golpear ligeramente la tecla de una máquina de escribir, comer pipas o tamborilear con un dedo. La puerta se abre bruscamente y Ruipérez se sobresalta.
– ¿Qué tenemos?
Es el comisario. La voz es amistosa. Un hombre grande, de bigote grande, con manos enormes y un cigarrillo.
– Acabo de leer la autopsia, comisario.
– ¿Y bien?
– Entre tres años y cuatro. Escarificaciones en forma de cruz en las muñecas y los tobillos. Una señal de nacimiento bajo la tetilla izquierda. Bien alimentado, sin enfermedades. La herida del vientre la hicieron cuando estaba vivo, aunque parece que sedado, una mezcla con una adormidera, que dicen que es habitual que se suministre para calmar los dolores en los pueblos de la zona. Usaron algo muy punzante, con mucho filo, una especie de bisturí.
– ¿Le faltaba algún órgano?
– La herida no era demasiado grande. El boquete está hecho a mordiscos. Está destrozado. Por completo, comisario. Hay mordiscos por todas partes.
– Así que lo sedan, le hacen una herida y se lo echan a los perros. ¿Pero, qué…?
– No.
Ruipérez se enfrasca de nuevo en su manía, aparta la mirada y la cámara se concentra en el tic.
– Los mordiscos son humanos: lo sedaron, le hicieron una herida y lo mataron a bocados.