No creo que fuera una buena idea visitar la comisaría en el estado en el que la falta de sueño y la conversación con Alfonso me habían dejado, pero no sabía qué otra cosa podía hacer. Mientras esperaba, tuve tiempo de ordenar al menos un poco mis pensamientos para ofrecerle al funcionario sólo aquello que pudiera interesarle, sin que me tildase de loco. Me recibió un policía que parecía desganado, pero que resultó tremendamente eficaz. Escuchó mi resumen tomando apuntes, sin pedirme que le repitiera ni un solo dato. Arqueó las cejas cuando escuchó la similitud de los asesinatos del 49 y del 2002 y cuando terminé mi relato me dijo: “Espere un momento”. Escribió con dos dedos en el teclado del ordenador y sin mirarme y sin hacerse esperar, me sorprendió:
- ¿Sabía usted que su amigo usaba ropa íntima de mujer?
- ¿Qué?
- El cadáver fue identificado como Augusto Morel Ramírez. Es lo que afirmaba su DNI y la identificación fue positiva, tanto por sus informes médicos como por su madre, que lo reconoció. Llevaba puestas unas bragas. ¿Lo sabía?
- No, claro que no.
- No se detuvo a nadie y lo cierto es que no puedo decirle mucho más. Si no es usted familiar o representa legalmente a alguna de las partes implicadas…
Tenía mil preguntas que hacerle y ninguna me salía. Por supuesto, no podía hablarle de Juana Molina, ni de las mordidas de bruja, ni de mis terrores nocturnos, ni de la luz que salió de mi habitación.
Me puse en pie. Antes de salir, el policía me pidió los datos y me informó: “Lo comunicaré a Ciudad Real. Quizás le llamen”. No se preocupe, pensé, he dejado a Ruipérez dando vueltas al asunto.
Salí directo al primer bar, donde me pedí una cerveza. Necesitaba reposar mis pensamientos. Morel podía ser un hombre y vestir con bragas. Apenas le recordaba y no tenía elementos suficientes para juzgarle. Era un dato chocante, pero irrelevante. ¿A quién demonios le interesan los infiernos ajenos? Básicamente, tenía dos asesinatos parecidos, cometidos en la misma comarca, con más de medio siglo de separación. La víctima del segundo era alguien que se había interesado por el primero. Esa era la esencia y en eso debía centrarme. El resto tenía que ser pura sugestión. No podía, no debía ser otra cosa. Aceptar que no lo era significaba cambiar demasiadas ideas y no tenía tiempo de aceptar nuevos paradigmas.
Comiéndome el orgullo llamé al tonto los huevos de Conde e incluso me interesé por su vida. Le recordé a Morel y le pedí que hablara con su cuñado por si podía ayudarme. Me devolvió la llamada a las dos horas. El cuñado quería 200 euros a cambio de un resumen ejecutivo o algo así, un extracto del informe, que les habían enviado por entonces desde Ciudad Real. Le contesté que sí. Me asqueaba Conde y su maldito cuñado, aunque tal vez este último no tuviera nada que ver, pero en esos momentos mi dignidad me importaba muy poco.
Después de una transferencia electrónica, recibí el extracto, escrito de manera precisa y sangrienta, como un cirujano:
“Cadáver encontrado a las 16:30. Camino de Almagro. Causa de la muerte: desangramiento. Golpe en la cabeza, herida incisa cerca del esternón y mordiscos, probablemente humanos.
Se identifica a la víctima como Augusto Morel Ramírez, con domicilio en Madrid. Órganos sexuales muy poco desarrollados.
Se procede a los interrogatorios de los testigos, de los que se desprende que:
- Morel llega a Daimiel el 10 de mayo. Se aloja en el hotel Escudero.
- Visita Las Tablas el día 11. Come y cena en el mismo hotel.
- El día 12 por la tarde se le ve acompañado de una mujer morena y alta.
- El día 13 cena en el restaurante Las Tablas, que abandona en compañía de una mujer morena y alta.
- Aparece el cadáver el día 15.
La principal línea de investigación conduce a la mujer con la que se le vio. Les pedimos inicien diligencias investigativas en relación a Augusto Morel Rodríguez y a Juan Molina Cuadros, posible identidad de la mujer: bien parecida, de complexión delgada, morena, anillo tatuado en el índice derecho”.
Había una post data, de mano del cuñado: “Morel vivía en la calle Alarza, 4. Era un friki de cuidado. Sangraba a su madre para vivir. Había grabado un corto, bastante gore, que no había encontrado distribución. No tenía amigos. Frecuentaba un círculo esotérico, el Alpha Original, pero tampoco allí tenía demasiados conocidos. Encontramos evidencia de que en las reuniones del Alpha había coincidido con una mujer que acudía ocasionalmente, con un anillo tatuado en un dedo, que respondía al nombre de Astrid. No pudimos encontrarla. Le adjunto fotografía de una actividad (un carajal de contactos ufológicos) en la que aparece. Es la tercera por la izquierda. Es todo lo que encontramos. Espero que le sirva de algo”.
AMR-F5 (JM-A) era el nombre del archivo adjunto. Me levanté y me tumbé en la cama, mirando al techo. Estuve así un buen rato, sin pensar, cargando las baterías, enchufado a algún sitio, algo muy elemental. Cuando me puse en pie era plenamente consciente de que iba a emprender un camino que no tenía vuelta atrás. Me demoré todavía un rato más, preparándome un café, regodeándome en un autocontrol que me acababa de descubrir. No sabía muy bien qué esperaba encontrarme, pero cuando hice el doble click, me enfrenté a un grupo que lo mismo podía estar de excursión en Gredos que con la Virgen en El Escorial. Me costó concentrarme en la tercera por la izquierda. Era una mujer de una belleza serena, muy cercana al ideal, alejada de la voluptuosidad. Desentonaba, eso sí, la mirada, rabiosa, azul, líquida, peligrosa. Vestía de rojo y retaba a la cámara, no de manera desafiante, sino convencida de su poder de atracción. A primera vista no llamaba la atención, pero nadie la tocaba. El resto del grupo posaba con la despreocupada camaradería habitual, pero los que la flanqueaban se mantenía a unos centímetros, sin rozarla.
Me detuve un buen rato en sus ojos. Quise conocerla por medio de la imagen, hasta que reconocí la imbecilidad de mi pensamiento. Lo que conseguí fue fijarla para siempre en mi cerebro, haciéndola reconocible en cualquier circunstancia.
Cuando por fin vencí la inercia de seguir donde estaba y me desplacé hasta la cruz para cerrar la foto, descubrí, en el extremo de la misma, a Morel. Allí estaba, asustado, rubio, más bajo de lo que le recordaba, vestido de negro, con algo en la mano, una especie de navaja, mirando a Juana, que no lo miraba. Recorrí la imagen de Juana a Morel y de Morel a Juana, al principio rápidamente, luego reparando que entre ambos había ocho personas. Quizás ahí estuviera la llave, en aquellos individuos con cara y sin nombre.