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25 abril 2024
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‘Creer’. Capítulo X

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“En la pantalla, uno de esos números interminables, presagio de desgracias sin cuento” / Clara Manzano
Francisco J. Otero / CIUDAD REAL
Décima entrega de 'Creer', la novela policíaca del escritor y periodista ciudadrealeño Francisco J. Otero, que los lectores de Lanza podrán ir leyendo día a día, hasta el próximo 14 de abril

Me despertó el móvil, sonando. No lo cogí porque no llegué a tiempo. En la pantalla, uno de esos números interminables, presagio de desgracias sin cuento. No recuerdo cómo había llegado a la habitación, aunque sé que lo hice por mis propios medios, que no tuve que sufrir la humillación de que alguien me acompañara. Me dolía la cabeza. Pude distinguir, entre los dolores, dos, que clasifiqué en resaca y golpe. Sobre el primero, no había dudas respecto a su origen. Del segundo imaginé el impacto sobre la fría piedra del banco al perder el conocimiento. Lo reviví entonces, el encuentro que causó la pérdida de conocimiento, y se me erizaron los pelillos de los brazos y los de la nuca.

Mientras me duchaba, pausadamente, llegué a la conclusión de que o me estaba volviendo loco o el mundo es diferente a como lo contamos. En todo caso, la tarea que se presentaba ante mí era excesiva para mis fuerzas.

Se me cayó la toalla, ese resabio de pudor incluso en la intimidad, la soledad más bien, mientras corría a coger el teléfono, al que milagrosamente le aguantaba la batería. Esta vez sí llegué.

-¿Sebastián Celaya?- Oír mi nombre me sacudió.

-¿Señor Celaya?

-Sí, sí… soy yo- dije, aunque de buena gana le hubiera puesto una interrogación al final.

-Muy buenas. Soy el inspector Santiago, de la comisaría de Ciudad Real. Le llamaba en relación al caso de Augusto Morel. Estoy interesado en hablar con usted. ¿Tiene diez minutos?

-Sí, claro.

-Verá, nos comunicaron de Madrid sus descubrimientos, sus sospechas y decidimos revisar la documentación que obraba en nuestro poder. Digamos que existen casualidades sorprendentes entre el asesinato de su amigo y el crimen en el que estaba interesado.

-¿Puedo pasar a verle?

-No es necesario que venga usted desde Madrid. Se trata solo de un par de preguntas que podemos resolver por teléfono.

-Estoy aquí, en Almagro.

-Bueno, en ese caso, si usted quiere… Le espero en una hora. Pregunte por el inspector Santiago.

-Está bien. Nos vemos ahora.

Desayuné dos gelocatiles y un almax. Estuve a punto de vomitar cuando fui a por el coche. Había una niebla absurda.

Es increíble el daño que han hecho a nuestras ciudades los años 60, 70 y 80. Arquitectos y promotores de aquella época siguen viviendo tan campantes, los políticos de entonces cantan sus gestas, sin tan siquiera ser juzgados, no digo ya fusilados como se merecerían. España salió de la autarquía, de la miseria y la destrucción, entregándose de lleno al mal gusto. Mejoramos nuestras condiciones físicas, pero hubo una eugenesia moral, una destrucción por medio de la estética. De aquellos polvos, vienen todavía estos lodos.

La comisaría era una mole informe, que algún iluminado quiso alegrar pintando las paredes en tonos pastel, tonos que se habían ido borrando. El resultado era una puta vieja, desmaquillándose después de una noche triste, como todas.

Un policía uniformado me acompañó hasta donde se encontraba el inspector Santiago, un despacho que debía de compartir con un par de compañeros que no estaban. Los ordenadores eran viejos, la foto del rey, del rey antiguo, los sillones parecían llevar en el mismo sitio desde la inauguración de la comisaría, al contrario que las sillas, desparejadas, traídas cada una de un lugar. Lo único nuevo allí era el inspector Santiago, Andrés Santiago, como se leía en la cosa ésa que se pone en las mesas con los nombres (¿cómo demonios se pide en las tiendas? ¿hay alguien que sepa su nombre y que dé con un proveedor que también lo sepa?).

No me fío de las personas que tienen apellidos que son nombres. No hay ningún motivo para ello: mi desconfianza y su extravagancia. Sin embargo, el inspector Santiago era de esos que caen bien, tipos empáticos. Era joven, miope y más delgado de lo que apuntaba su cara.

-Siéntese, por favor- me invitó, después de darme la mano- Creí que vivía usted en Madrid. No pensé que estaría por aquí.

-Así es. Llegué hace un par de días.

-Perdone que le pregunte, pero ¿su viaje tiene algo que ver con Augusto Morel?

-Sí. Me encargó, antes de morir, un guión. Soy guionista, ¿sabe? Aunque últimamente no tengo demasiado trabajo. Bueno, aquello fue hace ya mucho tiempo. Yo no sabía que había muerto. Me enteré luego, cuando empecé a escribirlo, pero no sé por dónde seguir. De hecho, creo que podría seguir, pero no sé por qué seguir ni si voy a hacerlo. Vine antes, a ambientarme. Y he vuelto.

-¿Está usted bien?

-Sí, sí- mentí- sólo estoy un poco confundido con esta historia. Yo no conocía mucho a Morel, ¿sabe? Su muerte no debería de afectarme. Pero hay hechos, circunstancias, coincidencias,,, que me han puesto nervioso. Perdone.

-Faltaría más. Es lo normal.

Hubo un pequeño silencio, que fue una tregua.

-Usted dirá- dije, impaciente.

-Sí. Como ya le comenté, recibimos la información que proporcionó usted en Madrid. No es que nos sobre el tiempo, pero consideramos que merecía la pena revisar ambos casos. Tengo aquí el expediente de Morel y fotocopias del del niño, que nos ha remitido la Guardia Civil.

-¿La Guardia Civil?

-Sí, en el 49 el caso lo llevó la Guardia Civil, un sargento, un tal…

-Ruipérez.

-¿Cómo?

-Ruipérez.

-No, no: sargento… Rodríguez Mayor, Mateo Rodríguez Mayor. ¿Por qué dice Ruipérez?

Pensé en qué contestar. Evidentemente, necesitaba concentrarme, templar los nervios, aclararme.

-No sé. He debido de confundirme. Creo recordar ese nombre. Quizás en algún artículo.

-Recibí el informe ayer – continuó Santiago, pasando por alto mi comentario- La burocracia es una cosa necesaria, pero espantosa. Le confieso que no es mi fuerte. Cuando lo solicité se me olvidó adjuntar un formulario y hubo que subsanar el problema. Déjeme que le haga una pregunta: ¿está usted convencido de que hay una relación entre ambos crímenes?

-Sé que Morel vino atraído por el asesinato del niño y que lo mataron. Sé que los dos presentaban heridas en el estómago, que parte de sus órganos fueron devorados, que aparecieron en caminos. No es que haya que ser muy listo para ver la relación, aunque no la entiendo bien.

-¿Alguna sospecha?

-La misma que usted: Juana Molina Cuadros. Creo que merece la pena tirar de ese hilo.

-¿Cómo sabe eso?

-He visto un informe ejecutivo o como se llame.-No me consta ninguna solicitud suya a ese respecto.

-A mí tampoco se me da bien la burocracia.

Aquellas palabras levantaron un pequeño muro entre los dos, un muro que evitó que le contara que la había visto, que me había hablado.

-¿La interrogaron?

-¿Cómo?

-A Juana, en 2002. ¿La interrogaron?

-No la encontraron. Hubo un par de vecinos que identificaron a la mujer que había sido vista con Morel como Juana Molina, pero su madre afirmaba que no se encontraba en España, sino en América, México creo, y que apenas tenía contacto con ella.

-Pero… ¿la foto?

-¿Qué foto?

-La del informe, la de Alpha Original en la que se la ve a ella.

–No sé de qué me habla.

Busqué en el móvil y le enseñé la foto en la que aparecían Juana y Morel,

-Se hacía llamar Astrid. Pertenecía a un grupo esotérico, donde coincidió con Morel. ¿No está en su informe?

Santiago revisó el montón de papeles que tenía encima de la mesa.

-No, no está. De Madrid se recibió un informe muy somero, apenas unas notas, una cosa muy rutinaria.

-No les interesó mucho, ¿no?

-Bueno, supongo que los medios y las urgencias eran otros. No me atrevo a juzgar. ¿Puede mandarme la foto?

-Claro, dígame una dirección.

-Envíemela al personal, santiagoandres@hotmail.com, todo en minúsculas. Al fin y al cabo, a ninguno nos gusta la burocracia.

Y el muro se derribó, al tiempo que tecleaba su correo electrónico. Cuando alcé la vista, Santiago le daba vueltas a un clip, como si hubiese sido Ruipérez.

-¿Le apetece que comamos juntos? Yo invito. Es aquí al lado, un restaurante muy normal, menú casero, precio razonable y a veces no está mal. A lo que podemos aspirar con nuestro sueldo.

-Desde luego, suena atractivo. Podría usted cambiar de profesión. Quizás le fuese bien como comercial.

-No me gusta mentir- sonrió Santiago.

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