El séptimo largometraje del cineasta madrileño David Trueba partió de un hecho real: el viaje al desierto de Almería de un profesor de inglés que en la España de los 60 enseñaba el idioma de Shakespeare a través de las canciones de los Beatles, para conocer a su ídolo, John Lennon, que se encontraba allí rodando una película… la sátira antibelicista “Cómo gané la guerra”, firmada por un Richard Lester, el mismo Lester que fuera principal mecenas del legendario grupo de Liverpool y de sus componentes dentro del proceloso mundillo del Séptimo Arte.
Esta “Road Movie” trufada de tortilla de patata, cálida y afectuosa, nos sitúa en una época casi fronteriza de nuestra historia, a caballo entre dos visiones opuestas de ese lugar y momento: la totalitaria, mamporrera, sombría y obtusa de unos años en los que la autoridad se imponía sobre cualquier otra consideración, y esa otra luminosa que comienza a vislumbrarse, la que estaba comenzando a abrirse camino denominada históricamente como la del despegue desarrollista, esa que desembocaría en una incipiente y esperadísima democracia.
Precisamente ese tipo cultivado y tolerante que encarna Javier Cámara es perfectamente representativo de esa España ilustrada y abierta que empezaba a respirarse en el ambiente, en la que algunos comenzaban a tomar sus propias decisiones pese a llevarse collejas o comenzaban a sacudirse temores, tal y como sucede con el trío protagonista.
Lo que nos propone Trueba, tan bueno en ocasiones como su hermano (tal es el caso), mediante una cámara alejada de cualquier tono enfático, pomposidad, afectación o fatuidad, es un viaje en un Seat 850 al interior de nosotros mismos y al del Lennon que llevamos dentro, en un período difícil, complicado, adverso… pero que dejaba intuir cierta luz al final del camino y anhelos imparables, cantidad de ellos. Nos transmite un estado anímico a través de sus personajes sin recurrir a atisbo alguno de demagogia o maniqueísmo, justo lo contrario de lo que ha venido haciendo en tantas ocasiones nuestro cine.
Cámara borda su personaje machadiano, le dota de ternura, esperanza, buenismo del reivindicable. Natalia De Molina, especialmente esta por aquel entonces jovencísima actriz, y Francesc Colomer son dos buenos compañeros de viaje en el doble sentido. Ramón Fontseré es un sobrio y protector individuo. Jorge Sanz y Ariadna Gil son dos estimulantes presencias en cometidos “secundarios”.
Todos ellos conforman decisivamente este entrañable y pequeño mosaico arropado por la luminosidad, la brisa ventosa, el sol, las fresas, la aridez y el color celeste del mar de esa resplandeciente tierra andaluza de rodajes y sueños de cambio amorosamente fotografiados por el objetivo de Daniel Vilar. Y cuyo distintivo formal es una espontaneidad bien estudiada, una caligrafía que trata con cariño a sus criaturas, un modesto pero revelador lienzo que respira vida y una melancolía de lo más gratificante.
Con el contrapunto casi final de esa bella canción que es “Strawberry Fields Forever” compuesta por el chico de Liverpool prácticamente enfrente del cabo de Gata, “Vivir es fácil con los ojos cerrados” (certero título) se acaba revelando como una emotiva historia que, al igual que las canciones que proclama el profesor Antonio, te pueden “salvar” la vida, al saber que alguien ha sentido lo mismo que uno está sintiendo en ciertos momentos de la propia existencia. Por ejemplo, ese grito de socorro del mítico tema de los Beatles, un grito con ecos reanimadores y liberadores.
Encantadora, vivificante.