Una interesante exposición
La faceta de Delibes como ilustrador es poco conocida, de ahí la originalidad e interés de esta magnífica exposición que alberga el Patio de Comedias de Torralba de Calatrava hasta el 31 de julio de 2021.
Fernando Zamácola Feijóo, director gerente de la Fundación Miguel Delibes, que tiene su sede en Valladolid, se ha desplazado hasta aquí para presentar la exposición y hablar de los focos de interés temático, y de acción, de la Fundación que dirige, y que ha sintetizado en tres áreas principales: la naturaleza, la infancia, y el medio rural.

Mi encuentro con Delibes
Acabamos de celebrar el centenario de su nacimiento (1920-2010) en todo el mundo cultural, y aquí en Torralba de Calatrava le rendimos homenaje con esta magnífica exposición en su histórico Patio de Comedias.
Tuve unas largas conversaciones con Miguel Delibes en los años 90. El escritor obtuvo los máximos premios literarios en esa década.
Las complejas y difíciles relaciones campo-ciudad, que es de lo que trataron mis conversaciones con Delibes, el eje sobre el que giró nuestro discurrir, son un tema clásico. De ahí que desee mostrar, hoy, esta larga conversación.
Miguel Delibes, un escritor del campo
Miguel Delibes es un escritor de campo y sobre el campo. Habitaba en Sedano, pueblo burgalés de cincuenta vecinos, en una casa sin teléfono, entre paredes de piedra. Al revés de lo que es habitual en las élites españolas, vivir en la gran ciudad, Delibes es de los pocos literatos reconocidos que no ha sido conquistado por lo urbano. Con él compuse esta entrevista, mientras paseábamos por el campo, de cara a una primavera que hacía rememorar aquel poema de Eliot: «Abril es el mes más cruel, engendra lilas de la tierra muerta, mezcla memorias y anhelos, remueve raíces perezosas con lluvias primaverales». Caminábamos, y el sol de la mañana entonaba nuestra charla.

En cursiva figuran las respuestas de Miguel Delibes a mis sugerencias e interpelaciones, en tipografía normal.
«El escritor generalmente piensa que la vida está en la ciudad. En el campo no hay más que unas rebabas sin importancia. Yo creo, por el contrario, que el hombre urbano se uniformiza por fricción, que la vida y sus pasiones al desnudo están en el campo».
Las élites intelectuales españolas tradicionalmente han sido despectivas hacia el campo, no lo han incluido frecuentemente en sus temas.
«Más que despectivas, ignorantes. El intelectual no se ha acercado al campo, no lo conoce. Creo que mi novela «El disputado voto del Sr. Cayo» es indicativa al respecto. El modesto intelectual que se acerca a la cultura campesina queda patidifuso».
Cuando se viaja por el campo inglés o el francés, se advierte un campo rico y poblado. También cuando se ven películas al respecto, por ejemplo, «Un puñado de polvo», puede contemplarse a la aristocracia inglesa (en el caso citado, el «farmerlord») viviendo en el campo, apegada a los valores de la tierra. Una situación muy diferente que la reflejada en «Los santos inocentes». El campo español parece que ha sido considerado como un no valor, algo a abandonar, o a practicar el absentismo hacia él.

«Lo que dice del campo inglés o francés ocurre también en el norte de España. El secano y la ausencia de lluvias, espantan».
Parece que se da en la sociedad española un olvido (sospechoso) de que hace tan sólo tres días, por así decirlo, éramos un país eminentemente rural. ¿A qué se debe esa amnesia?
«Yo no creo que se haya olvidado. La industrialización empieza tarde en España. La población campesina es desproporcionada hasta hace cinco lustros. Lo malo es que tratamos de forzar marchas y de este modo estamos agrediendo gravemente a la naturaleza: la erosión aumenta y, con ella, las lluvias ácidas, la muerte de arroyos y ríos, la contaminación del campo, etc.».
No parece que se haya reflexionado, o escrito, bastante sobre el tremendo coste humano que significó el éxodo del campo a la ciudad, sobre el desarraigo de una forma de vida, la que tenía esa población rural.
«Posiblemente. Lo que es evidente es que tarde o temprano la despoblación del campo tenía que llegar. Y ha llegado. A costa ¿de qué? De muchas cosas. La cosecha ya no dicta la vida campesina. La ciudad ha recibido un refuerzo humano sano. El nivel de vida ha mejorado. La moral se ha degradado, también el sentido religioso».

Frecuentemente son criticados como «decadentes» quienes reflejan un sentimiento de «pérdida» hacia el desmoronamiento de la vida antigua del campo.
«Pérdida o ganancia, en Castilla la base de la comunidad rural se ha roto. El campo castellano vivirá -ya vive- de manera distinta en el futuro. Morirán los viejos y la producción agraria se conseguirá con menos gente, más máquinas y más dedicación. Todo esto si es que el Mercado Común y Europa no dictan otra cosa: dedicar Castilla a coto de caza, a producción lechera con ovejas de pasto o a cultivos exquisitos, de mucho esfuerzo (pepinillos, espárragos, uva de calidad».
El término popular ha estado -y está- muy en boga. ¿Qué le dice su uso actual?
«Hay dos acepciones: popular, de pueblo (de aldea) y popular por generalizado. El primer sentido está a punto de morir. Pronto no habrá diferencias notorias, salvo en que el hombre de campo calzará botas y zapatos el de ciudad. En la Europa del norte, las diferencias son ya escasas».

A veces se dice que ha habido una especie de «darwinismo social» y que en los pueblos han quedado los menos inteligentes. ¿Es ésto una nueva leyenda urbana de la ciudad contra el campo?
«No lo consideré así nunca. En la ciudad hay mucho tonto y en la aldea mucho avisado. Hay quien tiene vocación rural o vocación urbana. Hace cincuenta años estudiaba en la misma clase con externos (ciudadanos) e internos (campesinos). Los buenos estudiantes y los inteligentes no eran necesariamente unos u otros. Sí recuerdo que eran de ciudad los dos alumnos más torpes de la clase».
Se dice que los campesinos son desconfiados, cerrados, ¿y cómo no ser así si siempre los han burlado, engañado?
«Así es. Es natural que el campesino sea desconfiado. El clima, los políticos, la tierra, se la juegan habitualmente. ¿En quién creer? El sentido de la trascendencia lo tienen, en cambio, más arraigado que los habitantes de las ciudades».
Emile Zola escribía: «Los campesinos no ven el campo». ¿Cómo siente el campesino el campo? ¿Cuál es su sensibilidad hacia él?
«Sí ven el paisaje, naturalmente que lo ven, pero no desde un punto de vista estético sino económico. Lo miran -y lo ven- más o menos como a una vaca, como posibilidad rentable».
A los ex-campesinos les espera en la ciudad por lo general, el suburbio, el hacinamiento, el desarraigo, no parece que lleguen a la «tierra prometida».
«Sí. He conocido tres hombres que deshicieron una cooperativa agraria que les había rentado millones, para trasladarse a la ciudad, uno de portero en una casa de vecinos y otro de recadero. Ellos ponían a sus mujeres como disculpa: se aburren. Ellas a sus hijos: queremos que estudien. La televisión hace soñar con mundos irreales».
Los términos paleto, pueblerino, cateto, etc., ¿no son un tipo de racismo de la ciudad contra el campo, un escarnio inadmisible?
«El isidro, el paleto, son vocablos que languidecen. Tuvieron vigencia en la primera mitad del siglo. Los jóvenes ya no los utilizan. Están «demodés». El urbano se sentía superior. Iba a reirse del inferior. Pero esto, repito, se está acabando. Hoy, ni el paleto es tan paleto ni el urbano tan simple».

En la actualidad hay un trasiego continuo del campo a la ciudad y de la ciudad al campo. Los jóvenes que se van a estudiar, los que vuelven de vacaciones. ¿Cómo conjugan estas dos vivencias?
«Los viejos ven con agrado que sus hijos se vayan a la ciudad. No se fían del campo. Les ha hecho sufrir mucho. De este modo comparten con ellos unas semanas en la ciudad y los hijos pasan el mes de vacaciones en el pueblo, con ellos. La emigración no rompe los lazos familiares ni los hijos se desligan del pueblo que los vió nacer. El campo les devuelve la imagen de su infancia. En todo caso consideran que han progresado».
Leyendo su libro Castilla habla, y muchas otras de sus obras, se encuentran oficios (el cepero, el alimañero, el capador) e infinidad de palabras que apenas ya si reconocemos. Usted mismo ha señalado que «dentro de poco se leerá con diccionario».
«Cientos de palabras desgraciadamente se han perdido al desaparecer las tradicionales labores del campo (por ejemplo, los vocablos referentes a las labores de siembra y recolección). Las nuevas generaciones ni siquiera las conocen. Esa pérdida es de incalculable valor. Yo, viejo admirador de la sabiduría campesina, he sido el primero en lamentarlo».
Nuestro paseo termina. Llegamos a Sedano, del que el novelista dice que es un caso especial. «Es pueblo con pocos recursos agrarios. La fruta, muy buena, no acertaron a comercializarla. Una forma de explotación cooperativa quizá hubiera remediado su economía. Pero el sedanés se limitaba a coger los frutos de sus árboles para el consumo familiar y el grano de sus hazas. Hoy, los viejos viven del retiro. La economía de subsistencia ha desaparecido. Lo que se cultiva son los páramos -grandes extensiones- y a base de tractor y cosechadora. La vida de la comunidad rural -de lo que queda de la comunidad rural- no se organiza alrededor de la cosecha: siembra, abono, recolección, trilla, etc.».
Se percibe en Delibes una distancia hacia el mundanal ruido, engrosada en sus muchos años de retiro rural. Especie de lobo solitario o buen salvaje roussoniano, Delibes dice:
«Los verdaderos elementos de sugestión y encantamiento para la población española son: hacerse rico de un golpe y sacar el mayor número de vacaciones posibles. (…) La civilización exacerba el egoísmo humano. Si hay una línea común a mis novelas es el acoso al individuo, sea por la ignorancia, la violencia o la organización. Lo que da unidad a mis novelas es la soledad del individuo, y, después de tanto predicar veo que la tendencia es a peor»
*María Antonia García de León es profesora de Sociología (UCM), escritora y poeta. antonieta006@gmail.com