No la conozco. Solo sé que se llama Alicia y se marchó de casa muy joven, frustrando un futuro prometedor en la medicina para perder la vida entre gentes a las que no conocía. Hoy, está en movimiento, como Abraham, por la antigua tierra de los cananeos. Allí peregrina, sin poseer la tierra, pero llenándola con su presencia, con el aroma de Dios entre los habitantes olvidados de aquellos lugares. Los beduinos del desierto saben de ella.
He “conocido” a la hermana Alicia en una exposición organizada por la Obra Pía de los Santos Lugares, una institución española dependiente del ministerio de Asuntos Exteriores. La exposición se titula “Vidas Entregadas”; después de pasar por Jerusalén y otros lugares, también ha estado en Madrid. Ahora, se puede visitar en el Seminario de Ciudad Real.
Es una exposición muy sencilla, al estilo de los programas de televisión como “Españoles por el mundo”. Estos españoles son misioneros en su mayoría –hay algún arqueólogo– que comparten un amor grande por Tierra Santa y que saben ver más allá de los paisajes y las piedras que los turistas visitan. Ellos han ido allí para quedarse, aunque no tengan casa.
Las fotografías de la exposición son preciosas, y saben mostrar el interior de las personas que viven el interior del misterio de aquella tierra.
“Piedras vivas” ha querido llamarse la exposición en su paso por Ciudad Real. Con ello, se trata de dar un mensaje también a los abundantes peregrinos de nuestra tierra que ya han visitado Tierra Santa y a los que están planeando viajar hasta allí.
Iglesias y ruinas
Los peregrinos, normalmente, visitan iglesias y ruinas; son restos de una larga presencia cristiana en Tierra Santa: de alguna forma, la fe nos ha hecho “ciudadanos de Jerusalén” e “hijos de Abraham”, el primer peregrino de aquella franja de tierra “entre el desierto y el mar”. Las iglesias y las piedras nos recuerdan la carne de la Biblia: no es lo mismo leer el Evangelio o cualquier texto bíblico después de haber guardado en la memoria los paisajes de la tierra de Israel. Las iglesias y las piedras nos recuerdan, sobre todo, la carne del Verbo, el camino de Jesús: nos hacen comprender mejor sus huellas y la verdad de su vida entre nosotros, de su encarnación, de su amor por el hombre que lo hizo peregrino divino en tierra de barro y pecado.
Pero hay algo más que iglesias y ruinas en Tierra Santa: hay personas. Muchas de ellas, creyentes en Cristo. Bueno, lo de “muchas” es una realidad que va cambiando con los años: son cada vez menos. Junto a los judíos y los musulmanes, también hay cristianos en la Tierra del Señor; y no me refiero solo a estos cristianos misioneros que han llegado desde España y desde otros muchos lugares: son los cristianos que llevan allí generaciones, que han nacido allí y cuyas huellas familiares se pueden rastrear casi dos mil años.
Realmente, los que más tiempo llevan en Tierra Santa son los cristianos: los árabes musulmanes llegaron en el siglo VII, con los ejércitos del califa Omar. Los judíos, después de haber vivido allí muchos siglos, fueron expulsados por Roma en los siglos I y II d. de C. Más tarde, fueron llegando poco a poco hasta las grandes emigraciones de los siglos XIX y XX.
Los más antiguos habitantes de Palestina están a punto de abandonar aquella tierra: el conflicto que allí se vive los influye especialmente a ellos, que no tienen a nadie que los apoye desde fuera. Ellos son las “piedras vivas” que nos hablan de la carne de Jesús y la filiación de Abraham.
Cuando cualquiera de nosotros peregrina a Tierra Santa debería traer en la memoria, no solo lugares y pasado, sino presente y vida, rostros: fraternidad eclesial que se alarga hasta la tierra de nuestros orígenes. Si las piedras nos ayudan a comprender la verdad de la encarnación, del pasado de Jesús, estas personas nos ayudan a comprender la verdad luminosa de su resurrección: él vive, ante todo, en el corazón de su comunidad.