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25 abril 2024
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El dibujo variable

antigüedades manzanares 3
Imagen de archivo de antigüedades / N. V.
Martín-Miguel Rubio Esteban / VALDEPEÑAS
Tal como yo la compré la sanguina representaba, vista de frente, una mansión de finales del siglo XIX o principios del XX; tres hileras de ventanas de guillotina con adornos de yeso a su alrededor, y una terracilla con jarrones en los ángulos y un pórtico en el centro. A cada lado se erguían sobre ambos alcorques de la acera de la calle dos altos plátanos

Hace alrededor de treinta años compré una sanguina en una vieja galería del Madrid de los Austrias regentada por una familia de gitanos. La sanguina representaba una gran mansión de finales del siglo XIX de la ciudad de Valdepeñas, situada en la zona centro, casi enfrente del convento de Padres Trinitarios.

La compré por cuatro razones; la primera porque es muy extraño que el tema de una sanguina, en vez de ser el retrato de una persona o de un animal, sea la vista de una casa sin figura humana alguna, probablemente al atardecer, rompiendo así la tradición de esta técnica y este género; en segundo lugar, hacía poco tiempo que me había instalado a vivir precisamente en Valdepeñas junto a mi mujer, y aquel lugar que representaba el dibujo me imaginaba haberlo visto, aunque ya muy cambiado; en tercer lugar, porque la firma de la sanguina la componían como acrónimo, quizás, tres letras mayúsculas, MDM (¿podrían ser las iniciales del misterioso y gran pintor valdepeñero Manuel Delicado Mena?), y, finalmente, la última razón era el precio con que aquellos gitanos me ofrecían la obra, que me pareció muy barato. La compré satisfecho, la enmarqué en seguida, y la colgué en mi estudio. Aunque la tuve presente algunos años ante mis ojos, sin embargo, con el poblamiento de libros y estanterías, la sanguina quedó escondida en un estrecho rincón, entre la pared y una estantería de temas religiosos, y que era la más difícil de acceder por la angostura.

Tal como yo la compré la sanguina representaba, vista de frente, una mansión de finales del siglo XIX o principios del XX; tres hileras de ventanas de guillotina con adornos de yeso a su alrededor, y una terracilla con jarrones en los ángulos y un pórtico en el centro. A cada lado se erguían sobre ambos alcorques de la acera de la calle dos altos plátanos.

Pues bien, el día 25 de marzo, en que España se despertaba con 3434 compatriotas muertos por el virus chino, 738 fallecidos más que el día anterior, me fui angustiado a los plúteos de las religiones a buscar el Segundo Tomo del Mysterum Salutis, editado por Ediciones Cristiandad, para ver si Hans Urs von Balthasar podía dar un sentido teológico a lo que estábamos viviendo, y me topé con la mencionada sanguina a diez centímetros de mi nariz, y de repente me di cuenta que allí había algo que antes jamás había visto, una cabeza. Efectivamente, no mayor que una mancha allí estaba, en el extremo del dibujo la cabeza de una mujer o de un hombre bastante embozado, vuelto de espaldas al espectador y mirando a la casa. Me sobrecogí. Era la primera vez que lo veía. ¿Cómo pudo pasar desapercibida aquella cabeza cuando compré el cuadro y durante los años que lo pude ver sin problema? ¡Qué raro! Pero las circunstancias de angustia que todos los españoles estábamos viviendo aquellos días hizo que se me olvidara pronto. El día 28 de marzo, jornada en la que nuestros compatriotas muertos habían subido al número terrible de 5690, 800 muertos más que el día anterior, fui a colocar el Segundo Tomo del Mysterium Salutis en su plúteo respectivo, y me asusté ante lo que vi en el dibujo.

La cabeza que el 25 de marzo miraba hacia la casa, ahora me miraba a mí, y era sin duda una cabeza de mujer con mascarilla. Me asusté infinito, y llamé a mi mujer como testigo, so pena que yo ya no estuviese en mi cabal juicio. Le conté lo que me había ocurrido antes, y ella también se asustó. Tampoco ella recordaba haber visto jamás la cabecita femenina con mascarilla cuando teníamos el cuadro en un lugar más visible. Sacamos la sanguina a la luz, y le hicimos con el móvil varias fotografías como prueba del estado del dibujo aquel letífero día del 28 de marzo. Luego, con cierto miedo y aprensión lo volvimos a dejar en su sitio. Al día siguiente, le pregunté a mi mujer si volvíamos a verlo, pero ella, con cierto pavor indefinido y angustia, me aconsejó que esperáramos algunos días más, sin duda confiando en que el cuadro permaneciese igual, y que todo hubiese sido una mezcla de falta de atención y alucinación.

Estábamos ante un misterio con ciertos ribetes espeluznantes, viviendo además en una situación nacional espeluznante. El cuadro había tocado el fondo de nuestras almas con aquella espantosa aparición, que parecía adecuarse perfectamente con la actualidad. ¿Qué tipo de obra profética había compuesto el misterioso artista Manuel Delicado Mena, que iba variando y acomodándose en función de las circunstancias? ¿Una profecía con negros presagios? ¿Qué sabían de la sanguina aquellos gitanos oscuros que me la vendieron por tan poco dinero? Las horas iban pasando, y con ellas aumentaba la ansiedad por entrar aterrorizado en las apreturas de mi biblioteca. Y la muerte está sobre todas las cosas estrechando por siempre el corazón del hombre.

El día dos de abril decidimos entrar de nuevo al rincón y sacar a la luz el fantasmal cuadro. Aquel día el virus chino llevaba matados a 10.003 españoles, mil más que el día anterior. El estupor del terror nos invadió durante un par de minutos: era de noche y toda la casa del dibujo presentaba signos de gran agitación; luces en casi todas las ventanas; siluetas que corrían en todos los sentidos; la puerta estaba abierta y una comitiva de cuatro hombres con guantes y mascarillas llevaba a hombros un ataúd. Sus gestos y actitudes parecían mostrar poco sentimiento.

La sanguina de Manuel Delicado Mena se había convertido en un escenario en el que se presenciaba la tragedia de España por entregas. Tras unos momentos de intensa angustia, siguió por parte de los dos una dolorosa indecisión respecto a lo que debía de hacerse. Volvimos a fotografiar con los móviles la fantasmal sanguina. ¿Llamamos a alguien? – nos preguntamos -. ¿Llamamos a algún sacerdote? Pero mi mujer fue más resolutiva. Este hecho preternatural nos podía hacer daño. Yo debía quemar el cuadro aquella misma noche a fin de que lo inexplicable no nos hiciese daño y nos volviese locos. Yo así se lo prometí para extirparle el miedo. Pero luego, encaprichado por aquel dibujo portentoso, lo llevé al desván, y allí lo dejé envuelto en unos viejos paños atados con cuerdas, como queriendo que nada escapase del cuadro. Aquella misma noche quemé unos papeles de cierto grosor en el jardín haciéndole creer a mi mujer que la destrucción del diabólico dibujo se había consumado.

Fueron pasando las horas, los días, las semanas, el mes homicida. Yo no me había olvidado de la obra de brujas que era el cuadro, sin poderla apartar del pensamiento, pero me encontraba más tranquilo, menos aterrorizado por aquella visión increíble, y la pandemia parecía irse reduciendo poco a poco. Y el 5 de mayo una diabólica curiosidad despertó en mí el deseo incontrolable de ver otra vez la sanguina. En aquel día bonancible, pero tormentoso para mí, se anunciaba que habían muerto 185 españoles por el virus chino el día anterior, 26 de ellos eran de Ciudad Real. Era evidente que la letalidad de la pandemia se iba ralentizando. Además era un día que me sentía iracundo y deprimido a la vez. No sólo te puede matar la peste. Subí al desván, traté de desatar los nudos de las cuerdas que sujetaban los paños que ocultaban el dibujo, pero no podía, y tuve que utilizar unas tijeras. Quité los trapos, lo miré y mi ánimo quedó suspendido durante unos momentos, aterrorizado y con deseos de arrojarlo y escapar de allí. De la sanguina había desaparecido la embozada y aséptica comitiva fúnebre con el féretro. La puerta de la casa se había cerrado, y en una de las paredes de la casa se había pegado un gran cartel electoral que representaba la cara maligna de un político asociado con el diablo que pedía la guerra contra los enemigos. Su odio hostil te quemaba y oprimía el corazón, y te producía repugnancia. ¿Qué sugería su rostro? Basta con observar a un gato hambriento mirando a un pájaro enjaulado o a un ratón en una trampa.

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