Se temía que por el mal estado de la tapa donde descansa la bella yaciente, con grietas, algunas pérdidas y zonas descascarilladas, el resto del sepulcro pudiera estar en penosas condiciones. Pero, todo lo contrario, la tierra que tapaba buena parte del sarcófago ha contribuido a preservar esta obra del escultor vallisoletano Tomás Argüello, profesor de la ciudarrealeña Escuela de Artes y Oficios que inmortalizó a su esposa, Apolonia Canales Zurro, tras fallecer a la edad de 23 años, el 12 de octubre de 1916, poco más de un año después de casarse en la capital castellano-leonesa.
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La restauradora italiana Giuliana Medda, de la ciudarrealeña empresa Conservatio, ya ha retirado setenta centímetros de tierra del perímetro del arcón e iniciado los tratamientos para limpiar de líquenes la tapa, la más dañada por los efectos del paso del tiempo y donde se halla la escultura de Apolonia, cuya cabeza crea pliegues en la pétrea, aunque aparentemente mullida, almohada sobre la que descansa, un crucifijo reposa sobre su pecho y buena parte de su cuerpo está cubierto de un ligero velo o sábana sobre la que se hallan numerosos motivos vegetales, entre ellos diversas flores como rosas.
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El sepulcro no está a nivel, sino alzado en la parte trasera, la próxima al rostro de Apolonia, que tiene los ojos entreabiertos, y son dos atlantes, situados en la zona posterior del arcón bajo la cabeza de la dama, los que parecen elevarlo. Dragones alados y medallones con el ‘Hágase tu voluntad’ se encuentran en los laterales, la imagen de la Virgen en el frontal y la de Cristo en la parte trasera, al igual que la de un ángel de cuya boca salen pompas o bolas, algo muy similar a lo que ocurre en dos de los personajes que aparecen en el encuadre exterior del Camarín de la Virgen del Prado, obra también de Argüello.
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De cemento blanco con restos de sílex es la escultura funeraria de Apolonia, tumbada en una tapa cuyo interior es de hormigón de cal con una estructura metálica. Tan sólo Apolonia está enterrada en esta tumba, cuyo autor, quien colaboró en varias obras con Ángel Andrade, opositó posteriormente para la Escuela de Artes de Santiago de Compostela, plaza que consiguió, aunque la permutó por la de Baeza en Jaén, donde falleció a la edad de 35 años, seis años después que Apolonia.
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Con flores todo el año que le llevan quienes visitan el cementerio de Ciudad Real, son varias las leyendas que con el paso del tiempo y el boca a boca se han adherido, como los líquenes, a la figura de Apolonia.
Entre ellas, una que, comentada por la guía turística Vanessa Balmaseda en su ruta por espacios emblemáticos del cementerio, fabula que a Ciudad Real vino un matrimonio adinerado, él más mayor que ella, lo que desató “las malas leguas” sobre si era un casamiento de conveniencia. No obstante, el amor presidía la relación y él encargó un retrato de su mujer a un pintor que terminó enamorándose de Apolonia, quien no le correspondió. En el transcurso de la elaboración del retrato, el esposo, con un alto cargo en la administración, fue asesinado en un viaje a Madrid durante el asalto de unos bandoleros y, tras quedarse viuda, ella “comenzó a morirse en vida por la tristeza y terminó falleciendo de pena”. Por su parte, el artista enamorado quiso hacerle un homenaje con este sepulcro al que trasladó, con ayuda del sepulturero, el cuerpo de la dama algo más de dos meses después de fallecer, en diciembre, por lo que “la leyenda dice que apareció en el cementerio una mañana de Navidad”.
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Pero hay otras leyendas, como la que ficciona que en realidad Apolonia estaba soltera y fue envenenada, en torno a la admirada escultura yacente realizada por Tomás Argüello, cuya producción y evolución artística describe el historiador Jesús Urrea en ‘Galería de artistas olvidados’.