Como si cada actor-manipulador fuera la sombra de su personaje caricaturizado al que presta la expresividad de las manos, mucho más rica y viva en los papeles femeninos, el lúdico y visual montaje de ‘No hay burlas con el amor’ de Producciones Esquivas se vale de simpáticos muñecos que facilitan a público de todas las edades acceder a la comicidad que rezuma del verso calderoniano en una pieza de burladores burlados por sus propios hechos, que caen cautivos del amor con el que juegan y que a priori desdeñan.
Dos actores -Alberto Arcos y Enrique Meléndez- y dos actrices -Claudia Salas y Susana Martíns- se encargan de dar voz y gesticulación a siete muñecos, con sus definitorios complementos, de cuerpo con forma de alto cesto o tinaja, como menhires de Obélix, recubiertos con tela que bien pudiera ser de saco y con ruedas en su base redonda que hacen que se desplacen sobre el escenario como si patinaran, guiados con una empuñadura situada en su parte posterior. Culmina cada figura en una divertida caracterización del rostro animado con una mano en seis de los muñecos e introduciendo los dos antebrazos en el caso de Don Pedro Enríquez, cuyo cuello se alza y contrae como un acordeón cuando se sobresalta.
Rubios rizos, parecidos en la forma a los rollos de papel de tícket, y largas perilla y bigotes también dorados, con un lazo y más tarde una banda rojas, luce Don Alonso, quien acude a entregar de coña su amor a Beatriz, a quien no hay quien la entienda con lo repipi que se pone al expresarse, con sus tirabuzones morenos, azules ojos y peineta amarilla. Trata Don Alonso de ayudar a su amigo, Don Juan, con cabellos de rulos morenos y bigote de manillar con las puntas hacia arriba, para que pueda acceder al amor de la hermana pequeña de Beatriz, Leonor, linda joven de tirabuzones castaños, ojos azules y generosas curvas.
No se queda atrás la divertidísima criada Inés, que hace valer la pasión que desata ante el propio Don Alonso para dar celos a Cencibel, encarnado por Antonio Ponce y el único humano sin muñeco como doble que, con sombrero de largo vuelo y chaleco azul, se mueve como un actor de carne y hueso dentro de una historia de dibujos animados.
También entran en acción las figuras de los pretendientes, que finalmente no se comen ni un rosco, de Don Luis, con acento francés, y Don Diego en una trama en la que los actores-manipuladores transmiten con los muñecos el gesto extremado del cartoon o mimo que resume la emoción contenida en los versos y, en ocasiones, se despegan del títere para exhibir con la expresividad de sus cuerpos la evolución de las reacciones.
Los enredos y equívocos pondrán en un brete a la mayoría de los personajes en una pieza de ágil ritmo en la que tanto Don Alonso como Doña Beatriz sentirán que surge entre ellos un irrefrenable amor, antes menospreciado y del que no hay que burlarse como ocurre con la fiera, el acero, el mar y el rayo.