Quién iba a decir que uno de los compositores más prestigiosos de los últimos veinticinco años en España tendría la delicadeza de hacer formar parte de una primicia al rebosante aforo de Pachamama. Todos sabemos que las esperas deben producirse sin letargo, por si acaso en mitad de la noche, alguien toca la aldaba y sorprende al vigilante despistado. No fue el caso de los asistentes: así lo atestiguó el lleno en la tetería el pasado martes 21 para ver la primera vez que Pedro Guerra dedicó en exclusiva su actuación a la poesía, propia y ajena, distanciándose del repertorio musical de sus discos.
Aldo Méndez es algo más que el emblemático narrador a cuyas apariciones locales estamos habituados, y así lo demostró en la presentación con reminiscencias de archipiélago —Cuba y Canarias, tan cerca y tan de paso— que hizo de alfombra de terciopelo para la función. Salió Pablo Moreno en ciernes, guitarra en mano, a convencernos de que pronto será esta provincia la que exportará a Canarias, y a Cuba, tanto talento como el que los dos artistas que le acompañaron en la tarima han traído aquí, antecediéndole. Es lo que tiene lo bueno cuando empieza de cero: todo está por descubrir.
Pedro Guerra rememoró cómo en 2002, al tiempo que se decidía a componer sobre algunos de los textos de Ángel González, enseñó al docto poeta una incipiente lírica para la que aquel diagnosticó reposo. El elegante remate isleño cayó sobre ese mismo material, ya sosegado, que fue desgranándose poco a poco entre canción y canción: la evanescente nostalgia otoñal del Jerte, una deidad que vierte en Adís Abeba las raíces de la civilización, Navidad y cuando arreglábamos las cerámicas del portal en lugar de tirarlas. Guerra entre Guerra y Rimbaud, Donde pongo la vida pongo el fuego, duende que pelea en la tulipa por salir de las telarañas de Rubén Darío, que parece que acaba de despojar a París de todo su divismo. Fue pasando lista a las piezas el joyero, que mostró orgulloso los acabados de que ha conseguido dotar a alhajas mayores, y en gran cantidad escondidas, de la poesía española y universal. Entre ellos, unos versos de Sabina como enigmas, los mismos que han recibido de regalo las voces de tantos otros para que el mensaje llegue a todas las sensibilidades abiertas de orejas que lo escuchen.
Es remarcable el poso intenso que Guerra ha puesto en el ejercicio de prestarnos las estrofas como dejando en nuestras manos un secreto a voces. Luego Luis García Montero, y las evocaciones que rodean a cada ejercicio musical, y la inercia inundando el escenario de un Pachamama que asistió a la naturalidad asombrosa de un creador maduro y reposado, contrario a las estridencias y a las palabras vacías, corroído por Borges, Rimbaud y el escepticismo de una Daniela colmada de puertas que no sabe cuál abrir y deja, sagaz, la responsabilidad al visitante.
“Matilde acabó por tirarse en el río” y el eco tocó a su fin. Los aplausos casi eran algo anecdótico al lado de la comodidad de un autor y un público que se propusieron mutuamente el reencuentro. Y lo que decíamos del simbolismo: Contamíname sonó al final de la noche. Volvieron otra vez a nosotros los espejismos, los naufragadores. Qué somos —desmemoria— si dejamos nuestro anhelo olvidado en mitad del brusco océano.
Pedro Manuel Guerra (voz, guitarra). Tetería Pachamama. Ciudad Real, 23 de febrero.