Nada, que no se bajó de la burra Don Juan. Mira que Blanca parecía un flan, en cuanto le veía se mecía como una candorosa flor, estaba dispuesta hasta a asumir supuestos defectillos estéticos y olorosos inventados por la pilla Lucía y jugó con los celos para derribar sus reparos en desposarla. Se fue a la Corte con él, advirtió con desobedecer a su padre a quien mostró que el corazón le guiaba hacia Don Juan y se frotó con arrebatador enojo cada leve contacto de la yema de un dedo del otro pretendiente, Don Enrique. Le importaba un pimiento las disputas entre los Toledos y los Vargas, y no valoraba que Don Enrique se mantuviera firme en pedirle la mano pese a hacerle entender que no le quería ver ni en pintura.
Pero mudaron las tornas y el entregado y servicial Don Juan se convirtió en un pomposo marqués con el encantamiento con el que le quiso poner a prueba el padre de Blanca, el nigromante Don Ilián, que a su vez hizo que su criado Tristán –interpretado con simpático donaire y marcada entonación mexicana por Carlos Corona- tratara de volverse mucho más rococó.
También derrochó salero y aprovechó la comicidad de los enredos Yulleni Pérez como Lucía tratando de medrar en las pretensiones de ambos galanes.
Los ritmos de los músicos callejeros y el acento de los actores interpretando un rico en imágenes verso del XVII trasladaron a la época en la que México era Nueva España, donde nació Juan Ruiz de Alarcón, quien reflejó en La prueba de las promesas que la verdad no es estática, sino que está en continuo movimiento, y cómo con las mágicas virtudes del teatro se puede llegar a conocer la verdad de la naturaleza humana.
Con un prólogo de dos marionetas sobre las bondades de la magia y cómo es prohibida ante el temor de un mal uso, comenzó la pieza en la que apenas una gran puerta movible y paneles que asemejaron paredes con puertas y ventanas sirvieron para recrear la casa de Don Ilián y su traslado a la Corte, elementos a los que la Compañía Nacional de Teatro de México sumó un espléndido vestuario y la escultura en alambre del corcel que dio paso al ficticio tránsito a la condición de marqués de Don Juan, viaje que culminó con el telón posterior del escenario alzado mostrando las entrañas de una función que permitió disfrutar del mimo con el que se cuida en México a los clásicos.
Entre los pasajes más divertidos estuvo el de la elección de embrujo, bien para conquistar damas o bien para que le creciera la cabellera, cuando cayó el libro de hechizos en las manos de Tristán, quien para regocijo del público finalmente logró el beneplácito en su relación con Lucía, mientras que de la hoguera de las vanidades salió chamuscado Don Juan, dejando escaldada a Blanca –encarnada con grácil sutileza en los momentos graves y agudos por Mariana Gajá-, que tampoco es que terminara muy entusiasmada que digamos ante la coyuntura de tener que emparejarse con Don Enrique.
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