La pintura en óleo de la mujer de luto de Gloria Merino, con mandil y pañuelo en la cabeza, apoyada en la herrería negra y dorada de la cama, con cortinas rayadas en la puerta y un rosario colgado del almanaque, trasciende de lo cotidiano hasta la eternidad de la iconografía popular manchega de los años 50. Tanto como lo fue la colorida serigrafía de Marilyn Monroe elaborada por el artista pop americano Andy Warhol tan solo unos años después. Son dos universos totalmente diferentes, pero ambos son símbolos de un lugar y una época: la España franquista versus el esplendor de Hollywood.
Expuesta en el Museo Reina Sofía de Madrid, el gran centro del arte contemporáneo y las vanguardias español, ‘Los rezos de la seña Rita’ es la fotografía del Malagón de las abuelas y bisabuelas, del Malagón de las sillas de mimbre que todavía rondan por las casas de campo, las estampitas de la Virgen y las instantáneas tomadas por el único retratista del pueblo. Es una de las obras que recoge el libro ‘Gloria Merino, la pintora del paisaje manchego y sus gentes’, recién publicado por la escritora Ana María Fernández a través del Instituto de Estudios Manchegos (CSIC) y que hace un merecido homenaje a esta pintora universal que cumple 93 años.
Una familia sencilla, pero culta
Nació el 18 de febrero de 1930 en Jaén, en la plaza de las Palmeras, aunque a los cinco años llegó a Malagón, donde ha pasado gran parte de su vida, pese a sus viajes y a su última residencia en Madrid. “Venía de una familia sencilla, pero muy culta. Les gustaba la música, el teatro”, cuenta Fernández. Su padre Santiago tocaba la guitarra clásica, actuaba en una compañía de teatro y formaba parte de la Asociación de Amigos del Arte de Jaén. De su madre heredó el gusto por el canto, ya que tenía “una voz preciosa”, y de su abuelo materno recibió su capacidad para el dibujo y el arte figurativo.
“Mis primeros dibujos los realicé a los cuatro años y a partir de ese momento mi obra es una cadena ininterrumpida de búsqueda”, cuenta Gloria Merino a Ana María Fernández en el libro, que incluye numerosos extractos de las conversaciones que han tenido en los últimos años. Su infancia la describen cuadernos garabateados y pizarras invadidas de dibujos a la hora del recreo. Los retratos que hacía con 11 y 12 años “eran impresionantes”, de hecho, sus profesoras pronto se dieron cuenta de que era “una niña prodigio, superdotada”. La Sección Femenina fue la encargada de llevarla a una escuela para niñas en Madrid, donde potenciaron “su sensibilidad para el arte”.
La academia y las figuras escultóricas
Con el marqués de Lozoya como mentor, que entonces era director general de la Academia de Bellas Artes, Gloria Merino ingresó en 1947 en la Escuela de San Fernando. Sin temor a que la encasillaran en el academicismo, tuvo claro que “quería aprender el oficio y dominar la técnica, para luego ser libre para hacer lo que quisiera”. En el nuevo emplazamiento, al minuto empezó a destacar con sus dibujos y obtuvo los primeros premios, como por ejemplo con el ‘Estudio de la escultura de la Venus de Milo’.
Una y otra vez Gloria Merino demostró que era “una maestra del dibujo”. “Sus figuras eran escultóricas, monumentales”, explica Fernández, tanto que sus profesores llegaron a pensar que se podía dedicar también a la escultura. En esta primera de las cinco etapas que diferencia la escritora ya se atisban algunos de los elementos que caracterizarán su obra: las esculturas rotundas, pero también el interés por representar “a la gente sencilla que va y viene para ganar el pan, que pasa por la calle, a los niños que juegan, a los ancianos que meditan sobre la garrota”.
Encontrar Malagón con los pies en Roma y París
Dicen que hay que salir de la tierra de uno para valorarla y resulta curioso cómo en la grandilocuencia italiana Gloria Merino encontró a La Mancha. Fue en 1956, durante un viaje a Roma, cuando aquellos “tonos ocres y rojizos de sus fachadas” le trajeron el recuerdo de su tierra. “Sin duda es necesario alejarse de aquellos lugares que nos son familiares para después descubrirlos al regreso en toda su plenitud”, confiesa la pintora, que empezó a abrir su paleta al color y su trazo al expresionismo.
Cuenta Ana María Fernández, que es licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Castilla-La Mancha y que a lo largo de su trayectoria ha estado a cargo del Museo Diocesano del Obispado de Ciudad Real, que “aquellos viejos muros de colores armoniosos pero vibrantes, contrastando con la sobriedad de las piedras milenarias patinadas de mil colores”, llamaron mucho su atención, al igual que la monumentalidad, la proporcionalidad, el equilibrio de la arquitectura.
Algo parecido ocurrió en París, ciudad a la que llegó también a través de una beca, sedienta de “descubrir nuevas formas, diferentes planteamientos, de alejarse de la disciplina académica”. “Gloria Merino valora a Rembrandt y a Velázquez, asimila lo bueno de los grandes pintores y de las vanguardias, aunque su sinceridad la va permitir alcanzar un estilo muy personal, peculiar y propio. Hoy, cuando ves una de sus obras, aunque no esté firmada, sabes que es suya por lo que llegó a conseguir con los personajes”, expresa.
El ser humano
El ser humano es lo más importante. En la academia ya mostró mucho interés por la figura humana y asegura la historiadora que le confesó que a veces perseguía a algunas personas para captarlas. “Cuando llego a un sitio y algún personaje me interesa, he llegado incluso a perseguirlos, ir detrás para fijarme en detalles y poderlos plasmar después”, fueron exactamente sus palabras. Nunca va a dejar de pintar las caras de las gentes de La Mancha, esas “almas de pueblo misteriosas”.
La pintura urbana afloró en el ‘Arco trajano’ y en el ‘Foro romano’, donde existe equilibrio y colores tierra, los mismos que le recuerdan a la gente de La Mancha “quemada por el sol”. Pero su identidad explotó en obras como ‘Composición de figuras’, una escena costumbrista en la que aparecen hombres, mujeres que se interrelacionan, ellas con el pañuelo en la cabeza y ellos con pantalones de pana. Ese cuadro, de más de dos metros, obtuvo la segunda medalla nacional en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Barcelona en 1960.
La autora aclara que en sus cuadros “no vamos a ver las miserias de la España de los años 50, 60 y 70”, sino “la dureza del campo en aquellos años, de la gente que iba todos los días al campo a trabajar bajo el sol”. Siempre aparecen ancianos, “el viejuco o la viejuca” con las ropas diarias y las camisas teñidas por el sudor, además de niños con chapitas rojas y normalmente rubios, pese a que en la España de interior no predomina el cabello de este color. También tiene predilección por introducir animales, muchos gatos y algún burro. Las escenas nunca dejan de ser descriptivas, de las casas humildes, las ristras de ajos, los pimientos secos colgados en las paredes y los suelos empedrados.
Mujer, pintora y cantante lírica
Liberada del academicismo, las obras de los años 60 derrocharon color y dejaron notar ciertas influencias del cubismo, “las figuras son más geométricas, como se nota en los pliegues de los ropajes”. Su obra, dice Ana María Fernández, “podría aproximarse a un cubismo expresionista y a veces un poco al fauvismo, por el tratamiento del color”. Así se puede observar en ‘Mercado de animales’, con colores “puros, fuertes, complementarios”. Con él consiguió la medalla de oro del Gran Prix de París en la Exposición Internacional Porte Versailles en 1961.
A sus treinta años estaba consolidada como una gran pintora y era una persona “cultísima”. Fernández destaca que “a lo largo de la historia las mujeres no han sido valoradas igual que los hombres en la pintura, pero lo cierto es que por su soberbio trabajo y su personalidad, Gloria Merino siempre fue muy considerada y en París triunfó”. Otro ejemplo es ‘El hombre trenzando pleita’, que se hizo también con el Premio Internacional Villa de París en 1962. “En él podemos ver elementos como el botijo, la silla de enea, el aguar sencillo de los pueblos, los aperos de labranza y siempre un gato o un perro que cruza”, expresa.
También fue una “magnífica cantante lírica” y lo afirma Ana María Fernández, que tuvo la oportunidad de escuchar sus discos en 2019 en la misma casa de la autora cuando inició el reto de elaborar el libro. “Me abrió sus puertas, siempre muy amable, y me puso su música, rodeada de todas esas carpetas, dibujos, catálogos, apuntes de la crítica. Su casa es como el lugar de una diva, un santuario”, explica. Aunque siempre ha estado centrada en la pintura, Gloria Merino ofreció numerosos conciertos como soprano, llegó a matricularse en 1969 en el conservatorio de Madrid, e inició los estudios de canto con Blanca María Seoane y la pianista Conchita Badía de Agustí.
El paisaje y la búsqueda de la luz
El paisaje, que hasta ahora solo había aparecido de fondo, como en ‘La novia’, en el que sobresale en una ventana mientras que mujeres de luto visten a la futura esposa, se convirtió en el protagonista a partir de 1965. Fue cuando Gloria Merino “salió a campo abierto” y entonces surgieron “paisajes, pueblos, amapolas, campos amarillos de cereal, la llanura abierta”, explica Ana María Fernández. La pintora se interesó por las castillas, Soria y Segovia, aparecieron pueblos manchegos y cardos solitarios.
No hay mejor forma de “encontrarse con la luz” que salir a los pueblos manchegos de fachadas encaladas, donde “las aristas de las casas forman ángulos por esa luz tan fuerte, violenta y cortante”. La historiadora explica que el sol y las sombras generan “formas geométricas, grandes cubos”. “Son cuadros blancos rotos por los azules, donde aparecen muy pocas figuras, normalmente en las esquinas y en la sombra”, añade Fernández. En busca de la “tercera dimensión”, Gloria Merino también introdujo texturas con polvo de mármol.
Mercadillos y máscaras
En plena modernización y mecanización del campo, los temas manchegos volvieron a ocupar el primer plano a partir de los años 70, pero Fernández destaca que la pintora se dio cuenta de que “la vida de la pequeña sociedad rural había cambiado”. Ahora, por ejemplo, aparecen pinturas de “mercadillos repletos de mercancías a buen precio” y las representaciones del carnaval, de los mascarones con caretas de trapo, pelucas y mantas en la chepa. “Máscaras arropadas con los disfraces más absurdos, que se mantiene en nuestro pueblo en la más pura tradición”, explica la misma pintora en el libro.
Persisten los jubilados en obras como ‘Gentes que miran’, en la que un grupo de personas apostadas en la fachada de una casa afrontan el devenir. También ocurre en ‘Esperando al Cristo’, otra de sus obras más icónicas. Gloria Merino hizo poca obra religiosa, pero en este caso representó a los fieles en una procesión, “personas delgadas, hombres con barbas prietas, miradas pensativas y niños rubios, que dan frescura a su obra”. Con ella obtuvo un premio de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría.
No localista, sino universal
¿Gloria Merino ha sido una pintora localista? Ana María Fernández tiene claro que no, “nunca se es si el lenguaje que se emplea es universal”. La escritora compara su obra con la del poeta español Juan Ramón Jiménez, quien “con un protagonista tan humilde y sencillo como un borriquillo, Platero, y un entorno tan sencillo como Moguer, se mereció el Premio Nobel de Literatura.
“Gloria Merino es una de las grandes pintoras del siglo XX, pero no de Castilla-La Mancha o España, sino a nivel internacional, por su dominio del color, el dibujo, porque participó en exposiciones, concursos, obtuvo becas y premios, accedió a las escuelas junto a sus coetáneos y se inclinó con entusiasmo al mundo de las vanguardias artísticas”, insiste la también consejera de número del Instituto de Estudios Manchegos.
Y lo hizo con una temática anclada “a nuestras raíces, nuestra gente, nuestra vida, la de nuestros abuelos, nuestras tradiciones, campos y trabajos”. La ‘vieja cosiendo’ que aparece en portada bien podría ser la abuela de un millennial o un boomer de hoy, “esa figura rotunda, con el pañuelo, las gafitas, las canas, sentada con ese vestido oscuro, lleno de pliegues, en el zaguán con cierto misterio, junto a la silla de enea, con el niño, los gatos”. Para Ana María Fernández “cada obra es un mundo”, aunque ésta es una de sus preferidas, “por la ternura que inspira”.
De Gloria Merino, el pintor tomellosero Francisco García Pavón dijo que “con técnica nueva, a veces casi jocunda por el brío de sus colores, tradujo al lienzo la humanidad de sus coterráneos, la fulgida cal de las casas del pueblo, el cacho de paisaje que se entrevé como último ´termino de sus cuadros, y sobre todo ese aliento reseco y soleado del terruño”. Fernández recuerda sus palabras y confiesa que para ella son “los dos pintores cuya obra más representa lo nuestro”.
La voluntad de Gloria Merino: un museo en Malagón
La historiadora recomienda la lectura sosegada del libro, que recoge sus palabras y un buen número de las obras de Gloria Merino en gran tamaño. Sin duda, ofrecen una de las mejores formas de recorrer La Mancha. Hace dos años, Gloria Merino fue galardonada con el premio ‘Mujeres imprescindibles’ que otorga el Gobierno de Castilla-La Mancha en el acto conmemorativo por el Día Internacional de la Mujer, pero su reconocimiento tiene que ir mucho más allá.
La pintora expresó al Ayuntamiento de Malagón en 2016 la voluntad de dejar su legado en su pueblo para crear un museo. A pesar de que hay obras repartidas por todo el mundo, desde el Museo Reina Sofía de Madrid al Elisa Cendrero de Ciudad Real, la autora confiesa que “el lugar donde debe de permanecer su colección privada es en Malagón, porque son sus campos, sus personajes, sus abuelos, sus niños ahora ya mayores”. El pasado mes de septiembre, el consistorio inauguró una exposición temporal con algunas de sus obras, que fue seguida con gran entusiasmo y emoción en el pueblo. Éste puede ser el mejor punto de partida para que la obra de esta pintora que ya es eterna, tanto como Artemisia Gentileschi o Frida Kahlo, nunca caiga en el olvido.