Pero tan desmesurado minutaje no es óbice para rendirse, sin cuentas, a la magnífica interpretación que Mijail Bulgakov hizo, en 1938, del clásico cervantino; y que en manos de la compañía rusa, se convierte en un relato sobre la libertad y el poder de la imaginación y de la ensoñación.
El Quijote ruso es una obra que parece ambientada en los duros y fríos inviernos de la Rusia prevolucionaria, a comienzos del siglo XX, en la que un hombre normal, no un viejo delgado de barba poblada y alargada como habitualmente se ha representado a Alonso Quijano en todo el mundo, decide hacer de su vida una auténtica aventura usando como excusa el mundo de los caballeros andantes. Es entonces cuando ese hombre es feliz, siendo acompañado por un fidelísmo escudero y amigo, Sancho Panza, con quién correrá venturas y desventuras por este mundo desalmado en el que quienes se quieren salir de la norma, de lo impuesto, son injustamente castigados.
Mención especial merecen los cerca de veinte actores que aparecen en escena, comandados por dos intérpretes en estado de gracia, Andrey Shimko (Quijote) y Roman Nechaev (Sancho), cómplices en sus ensoñaciones y capaces de entregarse en cuerpo y alma a la función. El Quijote ruso es un hombre feliz, un soñador que pasea por el mundo con su sonrisa de oreja a oreja, un hombre que cuando se ve derrotado, deja de existir sin haber muerto todavía. Porque lo que le mueve a vivir es su capacidad de soñar, de imaginar, de crear, de ser libre… y cuando todo eso le es arrebatado, ya no le merece la pena seguir en este mundo. La función, así, da para mucho y los actores son capaces de pasar, con sólo torcer el gesto o entornar los ojos, de la felicidad a la tristeza; de la seriedad a la comicidad.
Debo destacar dos momentos memorables, dentro de una función que merecería más tiempo en Almagro y en otros escenarios: la escena del bálsamo de Fierabrás, con un Sancho que parece un bufón de la corte, un hombre capaz de reírse de sí mismo para hacer que los demás se rían con él; y el final, que impresiona por la excelente manera en la que está ideado y representado, obra del director Simeón Spivak.
La escenografía de la obra, un manto blanco que envuelve suelo y paredes, es agradecida y tiene la capacidad de transmitir gelidez o calidez según la luz o el momento de la representación.
Sólo un pero y no tiene nada que ver con la compañía rusa: los sobretítulos fallaron en bastantes ocasiones. A pesar de eso, el maravilloso oficio de los actores hizo posible que todos los que asisitieron a la función entendieran el mensaje.
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