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18 abril 2024
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Miguel Sáenz: “El desierto es relativo”

MiguelSaenz
Miguel Sáenz, en una cafetería de Madrid / Alicia Mariano
César Muñoz Guerrero / MADRID
Sidi Ifni es en estas páginas una plaza a la sombra del comandante Basilio Sáenz Aranaz, padre del autor y alma de una comarca a la que la metrópoli le quedaba algo lejana

Miguel Sáenz, traductor miembro de la RAE, muestra en su novela autobiográfica Territorio cómo mira la vida un niño de ultramar. Sidi Ifni es en estas páginas una plaza a la sombra del comandante Basilio Sáenz Aranaz, padre del autor y alma de una comarca a la que la metrópoli le quedaba algo lejana. Durante la lectura el municipio no dejaba de ser una antigua herida aún sangrante en la memoria de los viejos pretendientes coloniales, y uno se pregunta si en la del protagonista sería siempre verano. Para comprobar que estas particulares percepciones no dejaban de ser otra cosa que espejismos, abría las páginas y veía el desierto al poniente. Tenerife estaba al otro lado, pendenciero, pues para poder distinguirlo hacía falta fletar unos cárabos. En la entrevista, el académico habla con satisfacción de un emplazamiento que se sumergió, tras décadas de ausencia, en la niebla de España.

PREGUNTA. El desierto del libro es un territorio omnipotente, como se muestra en el caso de la fábrica.

RESPUESTA. Intento evitar la palabra desierto, porque hace que Ifni se imagine como una superficie arenosa. En Ifni el desierto es relativo. Es cierto que no había camellos ni dunas y que la arena solo se encontraba en la costa, pero sí era un terreno muy seco, con una vegetación humilde de forbias y árboles de argán. A lo que más se parecía era a Canarias. En las playas se acumulaban mejillones, que la gente convertía en montones de cáscaras cuando se los comía.

P. ¿Cómo llegó su padre a trabajar en Ifni?

R. En aquella época debía ser comandante o teniente coronel, y su amigo, el coronel José Bermejo, recibió el nombramiento de Gobernador político-militar de Ifni y Sáhara. Bermejo le designó Administrador del Territorio de Ifni y Jefe de las Tropas de Policía, un cargo que no tenía mando de tropas. Los miembros de la policía indígena eran árabes, salvo sus oficiales, que eran españoles. Era un cuerpo parecido a los que salen en los cuentos de Kipling que hablan de la India. Como segunda autoridad de Ifni, mi padre tenía responsabilidades diversas como la de notario o la jefatura local de Correos. Además, África le gustaba, pues desde que salió de la Academia de Infantería de Toledo había pasado su vida en Tánger, Tetuán, Larache o Beni Hassan.

P. Por momentos, Ifni parece en la novela un territorio autosuficiente dejado de la mano de Dios, lejano a España no solo en lo geográfico, sino en las vicisitudes políticas.

R. La colonia, que se creó bajo mando militar, funcionaba como una exótica ciudad de provincias española. En gran parte, sus habitantes eran oficiales, soldados o reclutas que cumplían el servicio militar obligatorio. El cuerpo de tiradores, que incluso estuvo en la Guerra civil, no tenía nada que ver con la policía indígena que dirigía mi padre. Con ellos convivía una población civil —compuesta por médicos, funcionarios bancarios y de Iberia, obreros, agricultores, panaderos y reposteros— que procedía en gran parte de Canarias. La influencia de este archipiélago sobresalía en cuestiones como el habla, la música y la danza, lo que daba a Ifni un parecido, por ejemplo, a Fuerteventura.

P. ¿No le tentó a usted el camino castrense?

R. No tuve la vocación que, por ejemplo, sí tuvo mi hermano. Yo no sabía qué hacer. Mi profesor de dibujo me pinchaba para que estudiase arquitectura, que solo podía hacerse en Madrid y Barcelona. Al final decidí estudiar derecho por las posibilidades que ofrecía. Asistí dos años a la Universidad de La Laguna de Tenerife. En el primero me examiné por libre, y en el segundo me fui a vivir a Santa Cruz. Guardo buen recuerdo de esa insólita universidad, poblada de funcionarios que la recibían como primer destino y expatriados políticos. Los tres últimos años estudié en la Complutense, en Madrid.

P. Los cárabos eran unas rudimentarias embarcaciones que utilizaban los ifneños. ¿Qué capacidad tenían?

R. La tripulación de un cárabo era de diez miembros, pero eran bastante grandes. Cuando se llenaba alcanzaba la veintena larga de ocupantes. En Ifni no había puerto y para montar en un cárabo había que atravesar veinte metros de mar desde la costa y subir a hombros de alguien que te subiese. Luego se remaba hasta un barco que pasaba grandes temporadas frente a la playa y que hacía el recorrido hasta Las Palmas o Tenerife. Otro medio de transporte era el aéreo: los aviones Junkers Ju 52, fabricados por los alemanes en chapa ondulada, y que hacían el trayecto a Las Palmas, a veces directo y a veces por Cabo Juby, más al sur del protectorado. Desde Las Palmas viajaba en avión o barco a Tenerife.

P. ¿Los conocidos de aquel tiempo desaparecieron cuando usted se marchó?

R. Mi relación con Ifni terminó cuando ingresé en la universidad. Antes de irme definitivamente en 1953, cuando lo hizo mi padre, yo pasaba casi todo el curso en Madrid. Estudié tres años en la Complutense mientras vivía en un colegio mayor, el Ximénez de Cisneros. Esos recintos eran una opción para los estudiantes; la otra eran las pensiones, donde cada uno se metía donde podía. Los colegios estaban próximos entre sí —el Antonio de Nebrija, el Santa María de Europa— y tenían una movilización cultural. Organizaban actividades como conciertos y sesiones de cine. Allí conocí a José Ángel Valente, Emilio Lledó o Alfonso Costafreda. Y como se hacía autostop, también me gustaba viajar al menos un mes cada verano a Francia, Alemania, Italia o Suecia. Me alojaba en albergues juveniles, que supongo seguirá habiendo. Con todo esto, acababa regresando a Ifni solo en verano y navidades.

P. La pintura fue su gran pasión de esos años, ¿nunca pensó tomarla como oficio?

R. La verdad que nunca lo pensé en serio, porque se necesita vocación y un ambiente favorable. Mi profesor de dibujo del bachillerato, muy bueno, me animaba mucho a que siguiera ese camino porque me veía talento. También mi padre invitaba a comer a pintores, a quienes yo acompañaba y pedía consejo. Y es que hubo un período cuando era muy pequeño, con 15 años, en que casi todos los días me colocaba delante de un paisaje con mi caja de acuarelas, un cartapacio y papel y pintaba cosas. Trabajaba siempre sobre el terreno, al natural, nunca con fotografías. Muchas de aquellas piezas las destruí o las perdí, y algunas de las que conservé se perdieron en mudanzas y traslados varios.

P. ¿Había muchos artistas en el entorno?

R. En Canarias sí los había, y el Gobierno invitaba a Mariano Bertuchi, el mejor pintor de sellos de Marruecos; Cirilo Suárez, ilustre retratista, hoy olvidado; y Núñez Losada y su hijo, Núñez de Celis. Ellos crearon muchos cuadros que se vieron en las exposiciones de pintura colonial que se celebraban cada año en Madrid. No sé dónde andarán ahora. Antes se guardaban en la Dirección General de Marruecos y Colonias, de donde se movieron al Ministerio del Interior y ahora desconozco su ubicación.

P. ¿Tendrá continuación esta obra?

R. No lo creo. El deseo era homenajear a mi padre, a mi parecer una personalidad formidable, y a mi adolescencia en Ifni. Entre los 9 años de mi niñez y los 18 de mi juventud acababa mi intención de narrar, porque ese tiempo es fundamental en una persona. Lo que hacemos durante toda la vida es sobrevivirnos, y todas las impresiones fuertes, aficiones y amistades que suceden a esa edad marcan para siempre. Por eso vi que no valía la pena inventar personajes para esta obra, que estaba pensada como una ficción; era mejor reflejar a la gente que había conocido. Noto muchas veces el impacto de esa etapa que, por suerte, en mi caso fue bastante interesante, pero esas sensaciones son inigualables. Si hubiese una segunda parte no sería una continuación sino una crónica de ciudades donde he trabajado para la ONU, como Nueva York, Viena o Ginebra.

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