“Yo cuando escribía ‘El sarí rojo’ me acostaba intentando adivinar a qué olería el cuello de Sonia Gandhi cuando su marido le daba besos”, describió Javier Moro, que reconoció que cuando se termina un libro, a pesar del “subidón” por culminarlo, también aparece una especie de vacío, “de bajón, un sentimiento de pérdida muy grande hasta que tu cabeza no está ya enganchada en otro tema” y vuelve a amueblarse la imaginación.
“Profesionalmente, escribir es como cruzar el Himalaya, todos los obstáculos que has tenido que sortear, los conflictos que dirimir, todo el trabajo de investigación, escritura,… Y luego, un buen día, puf, lo mandas y ya no es tuyo, además de que jamás un autor se relee, Con lo que tardas en hacerlo, en la vida te relees. Es material que ya pertenece al lector”.
Estos y muchos otros detalles del oficio de escritor con sus gajes les contó este jueves, en el Día de las Bibliotecas, a sus lectores en el antiguo Casino el autor madrileño, que reconoció que a sus libros lleva “historias que han ocurrido de verdad y las cuento con las herramientas que da la literatura. Las novelo en el sentido de que las doy un giro dramático para que se lea como una novela pero no me invento cosas que no hayan ocurrido a menos que el tema no proporcione la documentación suficiente y ahí tengo que suplir lo que la información no aporta con imaginación”.

Eso le pasó en ‘A flor de Piel’, la emblemática expedición de la vacuna en la que participó la enfermera española Isabel Zendal, donde “había poco y, en esos casos, necesitar tirar de imaginación, pero generalmente no hago historias sobre mí o novelas autobiográficas o de fantasía”.
“A mí me gusta una buena historia, voy buscando personajes e historias buenas y no es fácil”, como, por ejemplo, la de la bailarina española Anyta Delgado y el marajá de Karpurtala de ‘Pasión India’. “La historia estaba ahí, me la contaba mi abuela e incluso había una expresión en la época que era ‘eres más rico que el marajá de Kapurtala’, se decía en Madrid mucho. Y un buen día la escribí y lo hice con el mayor rigor posible”.
El tipo de historias por las que se decanta están muy “ancladas con la realidad y con el mundo”, dando “protagonismo a personajes a los que no se les ha puesto el foco encima y que sin embargo han aportado mucho”.
“Me gusta poner el foco en partes que no han sido suficientemente tratadas o maltratadas”, como en ‘A prueba de fuego’, sobre “un arquitecto maravilloso valenciano como Rafael Guastavino que no conoce ni dios pero que hizo más de mil edificios soberbios todos en EEUU”.

Autor de historias reales desde su primera novela, ‘Senderos de libertad’, sobre Chico Mendes, líder de los caucheros del Amazonia y uno de los héroes del ecologismo moderno, reconoció gustarle “los héroes clásicos, los que se sacrifican por los demás de alguna manera. Mi último libro, ‘Nos quieren muertos’, también es la historia de otro héroe moderno, Leopoldo López, que se entregó a las fuerzas de Chávez sabiendo perfectamente que le iban a hacer un juicio amañado y, en efecto, le condenaron a catorce años de cárcel”.
“Pero él, que podía haberse ido en ese momento y haber llevado una vida normal, decidió entregarse. Esos gestos los hacen muy poca gente, esos últimos diez pasos los dan los líderes de verdad y ahí él mostró un tamaño de líder importante. El título, ‘Nos quieren muertos’, a lo mejor asusta a muchos lectores pero es muy acertado en el sentido que dice bien lo que quiere decir: los querían matar políticamente y socialmente”, apreció el escritor de una obra que de plena actualidad que narra “cómo ha podido sobrevivir a lo que sobrevivió y cómo se tejió todo ese entramado de solidaridad en el mundo entero y cómo su mujer peleó por recuperar la familia. Es una historia muy bonita, la de un héroe moderno también”.
“Muy difícil” lo tiene Javier Moro a la hora de elegir como preferido a alguno de los personajes de sus libros, porque “cada uno representa tres o cuatro años de mi vida, con lo que es como decir qué parte de tu vida te gusta más. De todos tengo buenos recuerdos, en todos tejes relaciones y te haces amigos y todos tienen un significado muy importante”.

En sus obras, más del noventa por ciento es realidad. “Procuro inventar lo mínimo, no me gusta fabular y qué te vas a inventar cuando tienes historias que ya son increíbles, qué le vas a añadir más, no tiene ningún sentido”.
“Además, siempre me pasa lo mismo. Cuando no tengo documentación suficiente para contar una escena que necesito para un puente en una narración y tengo que inventar algo, lo hago con mucho cuidado para que sea plausible y creíble. Pero luego, cuando por casualidad me aparece esa documentación, siempre es mucho más increíble, extraña y sorprendente que lo que yo me he inventado. La vida es mucho más sorprendente. Es un tópico pero es cierto, la verdad es mucho más sorprendente que cualquier ficción”.
El método
Con su tío, el también escritor Dominique Lapierre, empezó a trabajar. “Yo era uno de los investigadores que contrataban porque si contrataban a un equipo de investigadores por qué no a un sobrino que le gustaba el tema. Me mandaron a Nueva York, colaboré mucho en el libro sobre Gadafi, ‘El quinto jinete’, y luego en ‘La ciudad de la alegría’, y éramos muy buenos amigos aparte de sobrino y tío. Yo sentí mucho su muerte, me quedé sin el hombre con que…, hablábamos tres veces por semana, cada dos días por teléfono, estuviéramos donde estuviéramos. Teníamos muchos editores en común, amigos en común en todas partes, en la India, Estados Unidos…”

“De él, aprendí el método, la paciencia que hay que tener para investigar y, sobre todo, no intentar cortocircuitar para ganar tiempo, no hacer trampa. Con un libro o un artículo, hacerlo todo muy seriamente. Con mucho rigor y echando toda la carne en el asador”.
“No hay medias tintas en esto o echas toda la carne en el asador o no hay nada que hacer. Eso me lo enseñó mi tío e hicimos un libro juntos, ‘Era medianoche en Bhopal’, muy bonito sobre la India, uno de los más bonitos en los que he trabajado. Para mí, es un recuerdo buenísimo porque escribir un libro a cuatro manos es más amable ya que esto de la escritura es muy en solitario, te tiras meses más solo que un monje y hacerlo con alguien es mucho más agradable”.