Hay muchos tipos de sombras. Y algunas de ellas son muy alargadas. Tanto que pareciera que llegaran a hundirse en el suelo superando el aparente plano horizontal de la tierra. Este es, como se cita durante la obra, el caso del clásico ‘El Lazarillo de Tormes’, obra genial cuya aplicación en el mundo actual, aunque matizada, sería perfectamente posible.
Em el nuevo espacio Silo del Festival de Teatro Clásico de Almagro, en su vertiente AlmagrOFF, la compañía 300 Pistolas puso en escena el viernes su adaptación del clásico, en este caso firmada por Álvaro Morte en versión de Esteban Jiménez.
A partir del hallazgo de un ejemplar de la obra ‘La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades’, los cuatro actores Esteban Jiménez, Fael García, Carlos de Austria y Eloi Yebra se reparten el papel de Lazarillo en una sucesión de escenas en las que la provocación de la risa -cuando no la carcajada del público- parece ser la motivación fundamental, echando mano del tan manido ‘deje’ andaluz/extremeño para sus parlamentos.
Por momentos, esta búsqueda de la risotada es llevada demasiado lejos, pues si bien las situaciones representadas mueven cuando menos a la sonrisa, la obra contiene una enorme carga dramática, casi trágica, a la que se hizo justicia en los dos momentos reflexivos de la representación: uno de ellos es el monólogo en el que Lázaro se pregunta qué ha hecho él, que simplemente quiso satisfacer las necesidades vitales básicas, para sufrir las situaciones que tuvo que transitar con cada uno de sus amos, que si uno era malo, el siguiente fuera peor aún. La segunda de estas treguas a la carcajada llegó, lógicamente, durante la escena final, en la que Anna Hastings, sin caracterizar, encargada de hacer avanzar la narración del libro, desaparece de la escena. En ese momento los cuatro obreros que dieron inicio a la obra y que vuelven a convertirse en albañiles, se atreven a coger el libro entre sus manos y a leer su parte final, comprendiendo la grandeza de esos objetivos llenos de páginas -e ideas- que, como es el caso, llegaron a estar prohibidos por contener escenas demasiado reales de una sociedad en la que unos eran pícaros por sobrevivir (Lázaro) y otros por pura avaricia.