Tremendamente tierna, pese al ambiente cruel que se respira en una desvencijada casa a la que acude a residir una nueva familia que también arrastra su dolor, es la historia de ‘La niña de Canterville’, pieza inspirada en el inquietante relato de Oscar Wilde sobre un alma en pena y que pone en conexión a dos personajes aislados y antagónicos, a una Bella y una Bestia, a una Mary Shelley y un Frankenstein.
En la adaptación de la compañía chilena La Mona Ilustre trajo a Almagro, el número de personajes se contrae respecto al original y la impetuosa vitalidad de la familia Otis se queda mermada por la muerte de la madre que sufre de manera ostensible su hija Virginia, quien se ha quedado muda y se aísla acoplándose unos cascos de música.
Su padre, el señor Otis, trata de mantener su carácter pragmático, optimista ante las dificultades y aventurero con una cámara dispuesto a registrar lo tangible, y los dos gemelos -representados con dos grandes muñecos de considerable cabeza a medio camino entre Gollum y Stewie- se revelan como terriblemente traviesos, se tronchan con el pánico y son capaces, con sus trastadas, de asustar al miedo.
Con un juego de luces y sombras que incide en el clima lúgubre y romántico de los sucesos, la propuesta transversal de La Mona Ilustre de llegar a todos los públicos con un montaje apto para chavales y adultos sitúa al espectador ante un tenebroso inmueble conformado con tres módulos de fachadas y mobiliario que giran y se acoplan como las porciones de una tarta creando las diversas estancias y planos internos y externos de la casa, donde habitan una misteriosa sirvienta adicta al mal genio y a dar intrigantes noticias, y un errante espíritu recreado con una realista y expresiva máscara y un traje sin relleno de masa corporal, tan oscilante como una bandera o una sábana en sus recorridos por la mansión.
Virginia, interpretada por Isidora Robeson, también pasa a ser marioneta y el señor Otis, encarnado por Diego Hinojosa, muda de rol con quitarse el bigote y nariz aguileña para convertirse en el desconsolado y angustiado fantasma del señor Simón, que experimenta el tránsito de generar terror a huir despavorido ante las jugarretas de los avispados gemelos.
Aunque se impresionan y sobresaltan al descubrirse, la sensibilidad de Virginia y Simón terminan conectando, ella enseña cómo se usa la cámara de grabación y la música que sale de sus cascos a un espíritu al que le gusta aullar y contemplar los detalles del paisaje con catalejo, y el fantasma logra que la joven salga de su ensimismamiento y recobre el habla. Entre ambos, surge la amistad, una comprensiva ternura que les ayuda a afrontar y calmar el origen de sus ansiedades y temores, lo que llega a agradecer hasta el carácter de la anciana sirvienta, a quien da vida Paula Barraza.
La Mona Ilustre, que cautivó al público del XVIII Festival Iberoamericano de Teatro Contemporáneo con su propuesta escénica en la que emplea marionetas, máscaras y manipulación de objetos en favor de la magia, dinamismo y asombro que generan sus espectáculos, recibió tras la función uno de los reconocimientos del Celcit concedidos con motivo de su veinte aniversario en Almagro.