La pieza, con texto y dirección de Luis Miguel González Cruz, sitúa el espectador en un pueblo minero del altiplano andino, donde un hecho horrible ha tenido lugar. Sonia reclama a Franklin, el responsable sindical de la mina, el cuerpo de su hijo y asegura que lo mataron para realizar el rito de la wajtacha: el servicio de sacrificio al ‘Tío de la mina’, una especie de deidad entre diabólica y protectora que los mineros veneran.
Franklin no quiere creer semejante horror e intenta convencer a Sonia para que desista en la búsqueda del cadáver, pero, después de las reclamaciones de la mujer, admite desenterrar al niño y darle sepultura en terreno sagrado.

A partir de ese momento, se desencadena un constante número de accidentes, así como el encuentro de una veta de mineral riquísima que enriquece a todos los mineros. A todos excepto al propio Franklin, cuyo sentido de la realidad y la justicia lo obligan a quedarse en la mina, a quedarse junto al Tío.
La wajtacha consiste en sacrificar un ser humano al tío de la mina, una especie de diablo que preside el interior de la tierra y al que hay que tener contento para que no provoque accidentes.
Así pues, ‘Wajtacha’, la obra, es un viaje al interior de la tierra, un viaje de la luz a las sombras, pero también un combate: otro más, el enésimo combate mítico entre lo que el ser humano piensa que es el bien y lo que piensa que es el mal. Algo que, a priori, puede estar claro pero que cuando se penetra en el vientre de la tierra todo empieza a cambiar y los límites entre el bien y el mal, Dios y el diablo, comienza a ser más difusos.