Ni la propia RAE se pone de acuerdo a la hora de definir la palabra “pícaro”: 1. Listo, espabilado; 2. Dañoso y malicioso; 3. Tramposo; unos adjetivos que fueron los protagonistas de la obra reencarnados en tres truhanes, animalizados en forma de pájaros (cuervo, grajo y hurraca), que tiran de picaresca para aplacar “las hambres del siglo”.
Es ahí donde aparece un pequeño pajarillo destartalado, recién salido del cascarón, caído del nido, que parte de Sevilla y busca, en un principio, servir a algún señor -como le había recomendado su madre-, pero su sueño se ve truncado tras la aparición de estos tres pájaros.
Pronto encontramos en el pequeño pajarillo la figura del eterno Lazarillo de Tormes, de el Buscón, de Rinconete y Cortadillo; pero también la pícara Justina y el Guzmán de Alfarache. Tal vez los cinco máximos representantes de un estilo de vida que se hizo género literario y que Borja Rodríguez ha reunido sobre un mismo escenario a través de los textos de Francisco de Quevedo y Mateo Alemán.
“Las hambres” de estos tres truhanes cambiaron al empacho al dar con el pequeño pajarillo destartalado, al que le fueron saqueadas todas las viandas que llevaba en su zurrón, al igual que un escapulario con el retrato de su madre.
Así, el pequeño pajarillo -también Pelón- busca vengarse de estos tres pícaros, pero en el transcurso de la obra, entra al servicio de varios amos, cae por sorpresa en varias emboscadas del destino, siendo asaltado y manteado, a través de diversos personajes variopintos que son atrezzo y figuras de la picaresca, que lo conducen hasta el final de la historia, donde el pequeño pajarillo destartalado del comienzo de la obra se convierte en un pájaro adulto, un pícaro de verdad, tras haber aprendido de mano de los tres villanos las artes y los reveses que se dan y se reciben en la lucha por la supervivencia.