Noemí Velasco
Puertollano
El desarrollo histórico de la actividad minera en Puertollano, del paso de la Sociedad Minero Metalúrgica de Peñarroya por la ciudad y de la trayectoria del Pozo Norte, el pozo de Diógenes, La Extranjera y Santa María, ha suscitado la redacción de numerosos ensayos y artículos, pero hasta ahora nadie había abordado con profundidad la evolución sanitaria y de las condiciones higiénicas de las minas. El historiador puertollanense Jorge Juan Trujillo afronta el reto de descubrir la actividad de los médicos de la zona, las enfermedades más comunes y las consecuencias de la higiene y de la explotación minera en el organismo humano en su obra ‘Minas de San Quintín, notas sobre la aldea, sus médicos y sus mineros’, donde también abarca la secuencia histórica de los pozos de la antigua aldea situada entre Tirteafuera y Cabezarados desde un punto de vista social.
Enamorado del pasado minero de su ciudad natal, como tantos autores de la comarca, Jorge Juan Trujillo investiga la historia de San Quintín desde 1884 a 1934, “una aldea que poblaron mineros trabajadores de un grupo deslavazado de minas que mantuvieron una explotación intermitente”. A finales del siglo XIX, la Sociedad Minero Metalúrgica comenzó su inversión en el lugar, que viviría su época de mayor esplendor con minas muy importantes como la de San Froilán, de plomo y plomo argentífero, junto a otras como el pozo de Diógenes o los de Minas del Horcajo. El historiador señala que en el entorno de San Quintín, según los datos aportados por Eduardo Rodríguez Espinosa, que es el único que había realizado un estudio sobre esta aldea desde un punto de vista demográfico e histórico hasta el momento, “alrededor de 3.000 personas trabajaron en estas minas”. La obra, que incluye los testimonios de dos mujeres naturales de Villamayor de Calatrava que vivieron en San Quintín, “con una memoria prodigiosa”, también aporta información más humana, relacionada con las condiciones de vida y los problemas de abastecimiento de los habitantes.
El trabajo desarrollado por los médicos de la zona es el hilo conductor del trabajo de Trujillo, donde destaca Eladio León y Castro, “procedente de Cádiz y que fue alcalde de Peñarroya”; Ángel Ortiz, “que venía de Utiel en Valencia; o el gallego Pedro Pérez, “que procedía de una familia acomodada, que fue un alumno ejemplar en la universidad y que puso en marcha los servicios técnicos de la sociedad minera en Puertollano”.
Fruto de cuatro años de trabajo, en los que ha buceado entre documentos administrativos, técnicos y médicos muy dispersos, Jorge Juan Trujillo señala que “la actividad diaria de estos médicos estaba centrada en el tratamiento de heridas en la piel, enfermedades respiratorias producidas por el polvo de la mina y hernias por los sobresfuerzos”. Además, a pesar de las limitaciones propias de la época, el historiador indica que “resulta muy interesante los esfuerzos de los sanitarios a la hora de llevar a cabo una política preventiva de enfermedades”, ya que según añade, “los médicos tenían muy pocos medios ante enfermedades y epidemias, por lo que lo fundamental era evitarlas”.
Las anotaciones de los médicos revelan una posición “muy crítica” con respecto a las actuaciones de las empresas mineras, en palabras de Trujillo, “no sólo por la falta de medios, sino por la dejadez con respecto a la prevención de accidentes”. Así pues, los accidentes eran muy habituales en estas décadas porque las explotaciones eran “bastante artesanales”. Además, Trujillo indica que “los médicos hacían hincapié en la necesidad de que los mineros llevaran botas de plástico frente a las esparteñas, pedían que hubiera retretes en las galerías e instaban al personal a que no trabajara desnudo”.
En este sentido, el historiador explica que “resulta muy curiosa la presencia del anquilostoma en la mina”, un pequeño parásito típico de zonas tropicales y que se desarrollaba con facilidad en los pozos por las altas temperaturas. Jorge Juan Trujillo cuenta que “el gusano entraba en el organismo humano cuando los mineros bebían del agua que salía de las piedras, luego se adhería a su intestino, donde se reproducía, y volvía a la piedra minera con las heces”. El autor apostilla que “es cierto que en minas como las de San Quintín no hubo una mortandad reseñable por este motivo, pero sí muchos portadores”.
Centrado ahora en nuevas investigaciones sobre el tema, el estudioso puertollanense anima a hojear este libro disponible en las librerías de la provincia y que ofrece una “perspectiva distinta de la historia”.