Me invade el estupor cuando compruebo la pelotera que monta la organización del Roland Garros ante la decisión de una de sus participantes, la japonesa Naomi Osaka, de no comparecer ante los medios de comunicación. Aunque todos tenemos nuestros momentos, alguien ha decidido que los competidores de ese torneo no puedan tenerlos si coinciden con los días de partido, que es cuando se conceden las ruedas de prensa. Como si algo así pudiese planificarse.
Sin tener por qué dar explicaciones y en un gesto espléndido, la tenista ha dado sus motivos: el hastío por la repetición o la mala intención de algunas preguntas, el pasotismo ante la desmoralización gratuita, la ruindad de los paladines del bajonazo. Todos comprensibles para la gente de a pie, o igual no tanto, pues siempre habrá quien reproche la falta de palabras a esta representante de una disciplina donde lo que importan son los hechos. Precisamente el periodismo debería dar ejemplo en ese aspecto. ¿Quién es nadie, y menos un periodista, para hurgar en la parte de oscuridad inherente a todo ser humano?
El endiosamiento de los deportistas ha hecho olvidar que son mortales como nosotros. Su estela también se apaga con los focos cuando dejan de flotar sobre el terreno donde se mueven como en un sueño y vuelven a pisar la tierra firme. Osaka ha decidido saltarse el peaje de un sistema que quería fiscalizar su silencio y al que no se le ha ocurrido otra respuesta que una indecente sanción. Han querido asestarle un duro golpe, pero ha salido volando igualmente. Le ha pasado como a aquel ángel caído que cantó por voz de Aute: «El fuego de un relámpago quemó mis piernas; las alas se salvaron y no sé muy bien por qué».