Si va usted al fútbol, tendrá que ir al Poli o a la Ciudad Deportiva Sur. Pero si se interesa por casi cualquier otro deporte de equipo, entonces su lugar es el Quijote Arena. Sin duda, el pabellón ciudadrealeño es el epicentro del deporte de la capital. Cada vez más se yergue como un faro, junto a la vía verde, allá donde las franquicias fríen pollo y corren incontables deportistas populares.
El Quijote Arena fue algo así como el aeropuerto y el Reino de Don Quijote, pero con final feliz. Su construcción parecía una locura. ¿Dónde iba Ciudad Real con un pabellón con 5.000 butacas? Iba a construir un gigante del balonmano mundial. Con los pies de barro. Así que cuando se vino abajo, la pregunta era: “Y con esto, ¿qué hacemos ahora?”. Allí estaba aquello, esperando. Podría haber sido un símbolo más del despilfarro o del abandono, acompañando a la Cruz Roja o la Ferroviaria, señoras distinguidas ajadas por el tiempo y la desgana, sombras destinadas a habitar malas conciencias. O haberse reconvertido en sala de fiestas, en recinto ferial… Peores ideas se han visto. Pero no. El Quijote Arena, sin calefacción, frío como un témpano en invierno, caluroso en verano como solo por estos lares sabemos ser calurosos, siguió siendo lo que siempre quiso ser: la sala de máquinas del balonmano capitalino.
Tras algunos titubeos, el Alarcos y el Caserío se rindieron a su embrujo. Les sobran mucho más de la mitad de las gradas en cada partido, pero, qué demonios, es el Quijote Arena. De allí salieron con la cabeza gacha Martin Schwalb y Serdarusic, con sus ricos Hamburgo y Kiel, reconoció la superioridad local el FC Barcelona, se rindieron el Ademar, el Valladolid y el Portland. Allí se hinchó como nunca antes el orgullo manchego.
Ciertamente, daba pena recordar. Volver al Quijote Arena era como pasear por un castillo en ruinas, uno de esos de Walter Scott, la última torre de La ilustre Casa de Ramires, de Eça, con las herrumbrosas armas del abuelo de Alonso Quijano en un rincón.
Y entonces llegó el fútbol sala. Y todo cambió al ritmo de la orquesta que trajo Javier Lozano y su Liga Nacional de Fútbol Sala, a la que pronto se le unió la de “Paco Blázquez y sus selecciones”, el balonmano nacional que le debía una a Ciudad Real.
Hubo dos Copas de España, partidos de las selecciones españolas de balonmano, Hispanos y Guerreras, Supercopas con el Barça, la selección española de fútbol sala femenina… El Quijote Arena podía y puede ser el escenario de acontecimientos deportivos de primer nivel, a pesar de que aún tiene que mejorar sus “tripas”. Tener el Quijote Arena es como tener el Teatro Real. Necesita espectáculos de los buenos, nada de compañías de barrio.
Y, poco a poco, se va consiguiendo. El Alarcos ha jugado ya dos play off de ascenso a ASOBAL. No es una casualidad. Está llamando a las puertas y quizás, si algún día el Quijote Arena pudiera acoger una fase final… quizás entonces, con la magia de esa pista, llena, repleta de gargantas empujando al son que marcara La Batalla…
Pero dejémonos de ensoñaciones, porque el futuro está muy cercano. No será balonmano, sino fútbol sala. Ha subido el FS Valdepeñas a Primera, por si alguien no lo sabe. Necesita ampliar el Virgen de la Cabeza. Y, mientras tanto, el Quijote Arena le espera. Ciudad Real será valdepeñera, azulona, vinatera, futbolsalera… Ya verán cómo el pabellón se llena, con la Marea Azulona y la Marea local que echará una mano. El Viña Albali se sentirá como en casa y los ciudadrealeños como reyes abriendo su palacio para las mejores justas del último lustro.
“Jugar en el Quijote Arena es una ilusión”, repiten como en un mantra los fichajes del Caserío, los del Alarcos. El Quijote Arena es una ilusión, pero también un estímulo para seguir creciendo. El deporte de la capital tiene que ponerse a la altura de su catedral. Está en el camino.