Fabio Luiggi fue un músico del norte de Italia, de la región de la Lombardía. Tocaba la guitarra y a principios del siglo pasado, junto a un grupo de músicos, se aventuró a irse de gira a Málaga. En sus actuaciones se hacían acompañar de cantaores locales. En Álora, un pequeño pueblo blanco de interior, conoció a Álora Miranda, y es que allí es común que a las niñas les pongan el nombre del pueblo. Se enamoraron, se casaron y Fabio ya no regresó a Italia. Nunca imaginaron que su historia de amor iba a tener trascendencia en algo que por aquel entonces todavía ni existía, como es el fútbol sala.
Fabio y Álora, en el año 1.917, tuvieron un hijo que llamaron Ángel Luiggi Miranda. Con un padre músico, no fue raro que Ángel, después de trabajar como recadero y botones de un café, acabara ganándose la vida con la música. Fue cantaor flamenco, muy apreciado en Málaga, su tierra. Allí es recordado por el sentimiento que ponía a las malagueñas y soleares, que fueron su especialidad. Ángel tuvo un hijo al que llamó Manuel Luiggi.
Con 12 años Manuel Luiggi ya tuvo que trabajar para llevar dinero a casa. Botones de un hotel de Torremolinos que ya no existe, dependiente en una ferretería, hasta una heladería llegó a montar. De joven practicó el boxeo, peleó como amateur y llegó a ganar 5 peleas. Pero su pasión siempre fue el balón. Jugó al fútbol, de delantero le gustaba ponerse. Entrenando, ensayando una jugada, que luego hicieron en un partido y acabó en gol, sintió una satisfacción que le “enganchó” y se dio cuenta que aquello, que ser entrenador, era lo suyo. Por eso, cuando dejó de jugar al fútbol, y luego al fútbol sala, se dedicó a entrenar. Comenzó a finales de los ochenta, con un equipo cadete del Ciudad de Málaga FS. Y a partir de ahí, vivió de todo en casi todas las categorías. Recuerda con especial amargura el verano del año 92, cuando tras una temporada como segundo entrenador en el Solidián de Málaga, que venía de debutar y lograr la permanencia en División de Honor, le iba a tocar desempeñar el papel de primer entrenador. Pero el club vendió su plaza a Jaén FS y Málaga se quedó sin equipo. Dos años y un par de banquillos después, Moli, que así le gusta que le llamen, acabó en la Universidad de Málaga, en la recién creada sección deportiva de fútbol sala. 24 años después, siempre presente en todo lo que a UMA le sucedió, todavía sigue allí. Simultanea el equipo universitario con el federado. Hace tiempo que tiene claro, que ni puede, ni quiere vivir sin entrenar. Que seguirá haciéndolo mientras pueda.
Este sábado veremos a Manuel Luiggi en el Quijote Arena. Veremos a un tipo serio, vestido con traje y corbata azul, al que le gusta que sus jugadores le llamen por su nombre, porque él les llama de tú. A Moli siempre le gustó mirarles a los ojos, saber lo que tienen en la cabeza, sus preocupaciones. En eso, en manejar vestuarios, siempre fue bueno. Dentro del traje hay un tipo entrañable. Humilde, sencillo, sin grandes pretensiones. Que se considera un romántico, que siente muy adentro el flamenco, que vive enamorado de Málaga, de la calle Larios, que no pasan dos días sin pasear por ella. Un tipo al que si le preguntas cómo le gustan los boquerones, se le ilumina la cara y recuerda los ricos que estaban los manojitos que le hacía su madre.
Esta temporada es la primera que Moli tiene un segundo entrenador a su lado. Y no podía ser otro que Tete, que en realidad se llama José Antonio Borrego. No podía ser otro, porque entre ambos siempre hubo una relación muy especial, casi de padre e hijo. No es exageración. Moli fue el entrenador de Tete a los 16 años, cuando este comenzaba a ser futbolista, y lo fue cuando 25 años después dejó de serlo. Tete siempre fue un jugador al que los entrenadores quisieron tener a su lado, siempre haciendo equipo, mirando por el colectivo, y que además fue bueno, muy bueno. Jugó sus mejores partidos en Primera. Vijusa, Xota, Benicarló. Una Copa, la selección española, una final de liga, habitual en los playoffs por el título, un ascenso a Primera y hasta un descenso. Pero en Antequera vivió lo más bonito, que fue pasar 7 temporadas en Segunda, ascender y jugar en Primera con el equipo de su ciudad. Cuando sintió que había llegado la hora de dejar de jugar, Moli lo quiso a su lado. Y juntos siguen. Juntos los veremos.
UMA Antequera es un club diferente. Es la sección de fútbol sala de la Universidad de Málaga. Y no pretende más. Su presidente da clases en la Facultad de Ciencias de la Educación, su entrenador tiene plaza de administrativo y sus jugadores no son profesionales, casi todos son estudiantes y viven en residencias universitarias. Cobran algo por su labor como monitores en la academia de fútbol sala del club. En la plantilla también hay antiguos alumnos y juveniles. Esta es la segunda temporada que pasan en Primera y ya no se conforman con disfrutar, “ahora quieren quedarse”. Por eso, se han desviado un poco de lo que hasta ahora habían sido, se han hecho con un patrocinador y han fichado a 4 jugadores, entre ellos el puertollanero Nano, que han elevado el nivel de plantilla, tanto en calidad, como en experiencia en Primera.
Entre Valdepeñas y Antequera, que se han enfrentado 6 veces, siempre hubo dos tipos de partidos. Los de otoño e invierno, en los que todo estaba por decidir y siempre empataron. Y los de abril, en los que siempre hubo un ascenso pendiente y ganó el que lo necesitaba. Esta vez el partido será diferente. Será un partido por la supervivencia. Un bonito partido que vivir con el espíritu de unos versos, que Miguel Hernández escribió con motivo del bombardeo de Guernica. Unos versos que gritan que “si no se pierde todo, no se ha perdido nada”, que “no se debe llorar, que no es la hora, que quien se pare a llorar, quien se lamenta contra la piedra hostil del desaliento, quien se pone a otra cosa que no sea el combate, no será un vencedor, será un vencido lento”, unos versos que acaban diciendo “¡Venceré! has de gritar sobre cada momento, para no ser vencido”. Ese espíritu y todos los locos de azul, con sus camisetas, bufandas y bombos, todos juntos, durante todo el partido, durante todos los minutos, podrían hacer que todo pareciese posible, que el rival dudase, que se sintiese pequeño. Solo de esa manera, esta historia podrá acabar bien. Estando juntos, siempre juntos.