Un nuevo desafío, una cuenta pendiente
Para los montañistas, la derrota no es el final, sino una lección que marca el inicio de un nuevo intento. Así lo entendieron Isabel González Leiva y José Manuel de la Torre Guillamón tras su desafortunada expedición al Volcán Pular (6.220 m) en 2023. A pesar de su preparación, la hipoxia les obligó a descender en la cota 5.400, quedándose a las puertas de su objetivo. Esa experiencia, aunque dolorosa, se convirtió en el motor de una nueva meta: conquistar el Volcán Acamarachi (6.046 m), en el desierto de Atacama, Chile.
«No podíamos quedarnos con esa espina clavada. Sentíamos que teníamos una deuda con nosotros mismos y con todas las personas que nos apoyaron en la expedición anterior», confiesa Isabel.

La expedición requirió meses de planificación. Conscientes de los errores pasados, ambos atletas ajustaron cada detalle: desde la preparación física hasta la estrategia de aclimatación, pasando por la nutrición y la salud. En su intento anterior, un proceso gripal afectó el rendimiento, por lo que esta vez no dejaron nada al azar, asegurándose de estar vacunados y en plenas condiciones físicas.
«Teníamos claro que no podíamos cometer los mismos errores. Nos preparamos a conciencia, sabíamos que la montaña no nos iba a regalar nada», añade José Manuel.
Planificación y aclimatación: un paso clave
Con la ayuda de un experimentado guía chileno, Isabel y José Manuel replantearon su objetivo. Aunque su idea inicial era regresar al Pular para cerrar la herida, el experto les desaconsejó debido a las tormentas bolivianas que afectaban la región en marzo. En su lugar, recomendó el Acamarachi, un coloso de 6.046 metros con una ruta técnicamente exigente y una ascensión predominantemente vertical.
«Nos dijeron que no era recomendable volver al Pular en esa época del año, y nos propusieron el Acamarachi. No lo dudamos. Era otro reto impresionante y sentíamos que era el momento perfecto para intentarlo», explica Isabel.

Para garantizar el éxito, diseñaron un plan de aclimatación corto pero intenso. El lunes llegaron a San Pedro de Atacama, a 2.400 metros sobre el nivel del mar, y desde el primer día se enfocaron en la adaptación. Martes y miércoles realizaron trekkings progresivos hasta los 3.000 y 4.000 metros, poniendo a prueba su resistencia y las respuestas del organismo a la altura.
«Sabíamos que la aclimatación era clave. No hay margen de error en estas altitudes. Si el cuerpo no responde bien, la expedición se acaba antes de empezar», comenta José Manuel.
El jueves llevaron su entrenamiento al siguiente nivel con la ascensión al Volcán Saciel (5.700 m). Esta prueba era fundamental, ya que superar los 5.600 metros, su récord anterior en el Volcán Toco, sería una validación de que estaban listos para el Acamarachi.

«Llegar a los 5.700 metros fue una inyección de confianza. Nos dimos cuenta de que nuestro cuerpo estaba respondiendo bien y que podíamos enfrentarnos a los 6.000 sin miedo», relata Isabel.
La gran jornada: ascensión al Acamarachi
El viernes partieron rumbo al Acamarachi, recorriendo 120 kilómetros desde San Pedro hasta el campamento base a 4.600 metros. Antes de llegar, realizaron un último trekking de tres horas en el Salar de Pujsa a 4.500 metros, consolidando la adaptación. La noche en el campamento fue complicada: aunque las condiciones eran confortables y el equipo adecuado, los nervios, la altura y un posible exceso de teína impidieron conciliar el sueño.
«Creo que dormimos dos horas, como mucho. Entre la emoción, la ansiedad y la altura, era imposible descansar bien», recuerda José Manuel.

A las 3:00 a.m., la expedición despertó con -16 grados en el ambiente. La técnica para vestirse rápido fue clave: dormir con la primera capa puesta y el resto de la ropa dentro del saco para evitar el impacto del frío. Tras tomar un té caliente, iniciaron la ascensión a las 4:00 a.m. con un pequeño ritual para pedirle permiso a la montaña.
«Siempre le pedimos permiso a la montaña antes de subir. Es un momento de respeto, de conexión. No solo es subir y ya, es entender el entorno y saber que ella nos permite estar ahí», dice Isabel.
El desafío no tardó en aparecer. Dos horas después de iniciar el ascenso, Isabel comenzó a sentir síntomas de congelación en los pies. El dolor y la pérdida de sensibilidad amenazaban con forzar el abandono.
«Sentía que mis pies estaban como piedras. Me asusté mucho porque sabía que si no lo solucionábamos rápido, tendría que bajar», relata Isabel.

Con rapidez, José Manuel reaccionó: retiró sus botas, colocó los pies en contacto directo con su estómago, masajeó la zona, cambiaron calcetines y aplicaron calentadores químicos y manta térmica. La estrategia funcionó y lograron continuar.
«Cuando solucionamos el problema, supe que no nos detendría nada. Teníamos que llegar sí o sí», afirma José Manuel.
Después de nueve horas de esfuerzo, finalmente pisaron la cumbre del Acamarachi, logrando superar su propio récord de altitud y cerrando así un capítulo pendiente en su historia de montañismo.
«Lloramos como niños. Fue una mezcla de felicidad, alivio y orgullo. Lo habíamos conseguido», confiesa Isabel.
Descenso: una lucha contra la gravedad
Si la subida había sido desafiante, la bajada se convirtió en una verdadera prueba de supervivencia.
«El descenso fue un infierno. Cada paso podía ser una caída, y cuando resbalabas, podías arrastrar metros y metros hasta que una piedra te detenía», cuenta José Manuel.

El viento aumentó hasta los 45 km/h, bajando drásticamente la sensación térmica. Con el campo base a la vista, cada metro recorrido era un triunfo en sí mismo.
«Llegamos destrozados, pero con una sensación de plenitud impresionante. Fue un reto brutal, pero sabíamos que habíamos vencido», dice Isabel.
Reflexión y legado de una expedición
El éxito de esta travesía no solo se mide en metros ascendidos, sino en todo lo que representa. Para Isabel y José Manuel, esta cumbre simboliza la resiliencia, la preparación rigurosa y el valor de enfrentarse a los desafíos con determinación.

«Esta expedición nos enseñó que cuando haces las cosas bien, los resultados llegan. No hay atajos en la montaña ni en la vida», concluye José Manuel.
«Nos quedamos con la experiencia de poder conseguirlo todo haciendo las cosas bien. Nos sacamos una gran espina y sabemos que se lo debemos a todas las personas que nos apoyaron en la expedición anterior, a quienes estaremos eternamente agradecidos», finaliza Isabel.